viernes, 11 de octubre de 2013

El Cat Stevens sierraleonés



Henry nunca ha oído hablar de los Beatles, de los Rolling Stones, de Bruce Springsteen o de Cat Stevens. Tiene 9 años y el último lo ha pasado apoyado en un palo de madera, arrastrándose con su pierna rota por Lunsar, una ciudad en el corazón de Sierra Leona. La infección le ha comido buena parte del fémur y se le ha extendido por varias partes del cuerpo. Su situación familiar, dura como ninguna, es el resultado de la brutalidad de una de las guerras más inhumanas del siglo veinte. El hilo que sostenía su vida comenzaba a tensarse demasiado y Henry suplicaba, de forma desesperada -no con palabras, pero sí con la mirada-, una mano amiga que le ayudara a escapar del agujero de la muerte.
Pues bien; no ha sido una mano, han sido muchas, tantas que son difíciles de enumerar, las que han obrado el milagro. Las monjas Misioneras Clarisas de Sierra Leona, que se preocuparon por Henry como si fuera el último niño del planeta; un médico vasco especialmente tozudo, capaz de urdir los hilos -invisibles para los demás- que permitieron que el niño volara a España y fuera operado en Vitoria; la familia de éste, que lo acogió con abrazo cálido durante las primeras semanas de trance; unos doctores, de los más reputados en su especialidad, que llevaron a cabo la intervención; una nueva familia de acogida que se ha dejado revolucionar por este pequeño torbellino. Una cadena sensacional de buenas intenciones que ha conseguido lo imposible.
Con la pierna todavía abierta, a la espera de una segunda y definitiva operación, Henry pasa el día escuchando canciones en un iPod prestado. Se deja llevar por instintos y por ritmos. Y ahí aparece Cat Stevens. Una y otra vez escucha una canción cuya letra responde a la propia historia de su vida. Con todos ustedes, Henry y su versión de If you want to sing out.




Well, if you want to sing out, sing out
And if you want to be free, be free
'Cause there's a million things to be
You know that there are

And if you want to live high, live high
And if you want to live low, live low
'Cause there's a million ways to go
You know that there are

You can do what you want
The opportunity's on
And if you can find a new way
You can do it today
You can make it all true
And you can make it undo
you see ah ah ah
its easy ah ah ah
You only need to know

Well if you want to say yes, say yes
And if you want to say no, say no
'Cause there's a million ways to go
You know that there are

And if you want to be me, be me
And if you want to be you, be you
'Cause there's a million things to do
You know that there are

Well, if you want to sing out, sing out
And if you want to be free, be free
'Cause there's a million things to be
You know that there are
You know that there are
You know that there are
You know that there are
You know that there are

jueves, 3 de octubre de 2013

El 'abuelo' navarro de Kamabai

Reportaje publicado el 29 de septiembre en el
suplemento 'La Semana Navarra', editado
por 'Diario de Navarra'.
 “¡Grandpa, grandpa!”. Los niños que viven en Kamabai, en Sierra Leona, saludan con esta fórmula a todo hombre blanco con el que se cruzan. Lo hacen siempre con una sonrisa, a pesar de ir descalzos y de lucir brazos y piernas escuchimizados, reflejo del hambre y de la miseria que azotan la región. “¡Grandpa!” [“abuelo”, en inglés], se escucha en cada calle, en cada esquina. Con este cariñoso saludo los lugareños se dirigen a José Luis Garayoa, misionero navarro de 60 años, asentado en Kamabai desde hace nueve, y que hacen extensible a los pocos visitantes de tez clara que llegan al lugar. La tierra es de un rojo intenso –“de toda la sangre vertida en la guerra”, dicen los locales–, el aire y los olores, densos, y la vegetación, salvaje, infranqueable. De pronto, una voz de inconfundible acento ribereño se alza por encima de las demás y da la bienvenida con un: “¿Qué pasa, majicos?”. Es 6 de julio y, sobre el cuello del hombre que saluda, lleva un pañuelo rojo, añoranza de tantos sanfermines que ha vivido en las calles de Pamplona. “Pero aquí también hay muchos encierros que correr y, seguramente, con toros más bravos, como el de la miseria”.
José Luis Garayoa Alonso, sacerdote de la orden de los Agustinos Recoletos, da la bienvenida equipado con unas chanclas, una pantaloneta y un polo rojo desgastado por las lluvias torrenciales y el sol que cae a plomo en la estación seca. El misionero nació en Falces –aunque se crió entre Estella y Viana–, y ha dejado su huella en algunos de los lugares más olvidados del mundo. “Un pastor tiene que oler a oveja”, repite este navarro cuando se le pregunta por los motivos por los que ha trabajado en el estado mexicano de Chihuahua, en Costa Rica durante diez años o con los inmigrantes en la localidad texana de El Paso durante otros cuatro años. Y, por supuesto, en Sierra Leona.  

Pese a la distancia, José Luis Garayoa festeja cada chupinazo con su pañuelo rojo. Este año, sus amigos Hassan y Medo Mansaray (en la fotografía) lo acompañaron en la celebración. Foto: Araluce
“Soy un enamorado de esta tierra”, repite una y otra vez. Esta tierra es un rincón en la costa de África Occidental, frontera con Liberia y Guinea, en la que viven 5,6 millones de personas, un millón de ellas en la capital, Freetown. Los niños que han nacido en este país tienen un fuerte sentido de África, pero pocos saben explicar qué es un continente y a duras penas lo distinguen cuando se les muestra un mapamundi. Las últimas estadísticas de la ONU son demoledoras: es el décimo país más pobre del mundo.


Una guerra sin sentido
Garayoa llegó allí por primera vez en enero de 1998. El país llevaba siete años inmerso en una de las guerras civiles más crueles del siglo XX. Muchos de los habitantes de Sierra Leona describen el conflicto como “no sense” [“sin sentido”, en inglés]. El Frente Unido Revolucionario (FRU), formado por los rebeldes con el apoyo del ejército de Liberia, con Charles Taylor al frente, fue avanzando posiciones desde el sur del país, la zona más cercana a la frontera liberiana y donde se concentran las codiciadas minas de diamantes. Mientras los gobiernos de China y de varios estados europeos votaban en Naciones Unidas a favor del embargo de armas, empresas de sus propios países se saltaban la prohibición. Los rebeldes arrasaban las aldeas, reclutaban niños soldado y amenazaban con hacerse con el control de la capital. La intervención de una fuerza internacional fue incapaz de frenarlos. 
La situación rebasaba todos los límites y José Luis Garayoa, entonces profesor de Geografía e Historia en un colegio de Valladolid, lo sabía. Pero una carta escrita por sus superiores le cambió la vida: “Si estás iluminado por el espíritu de Jesús, si estás decidido, escribe una misiva de puño y letra al Provincianato ofreciéndote voluntario para irte a Sierra Leona”, rezaba el contenido de aquel papel. “¿Y por qué no?”, se dijo a sí mismo el sacerdote. “Fui yo quien tomó la decisión y lo hice por una razón: acompañarte en una boda es fácil, pero hacerlo cuando estás jodido demuestra la dimensión de tu cariño. Era una forma de querer. Y, además, de dar autoridad moral a lo que les decía siempre a mis alumnos: que en cuanto tuviera la oportunidad, volvería a primera línea. Dios me puso la muleta y yo entré”. 

José Luis Garayoa, en la misión de los Agustinos Recoletos en Kamabai, junto a su amigo Medo Mansaray. En primer plano, la vaca ‘Iruña’, regalo de un voluntario navarro. Foto: Araluce
A partir de ahí, los acontecimientos se sucedieron atropelladamente. Garayoa aterrizó en Guinea, ya que la entrada a Sierra Leona estaba entonces prohibida. “Tuve que atravesar la frontera por el bosque, de forma ilegal”, recuerda el misionero entre risas. Y después, recorrer buena parte del país para llegar al corazón, a Kamabai. “Había muchísimo trabajo que hacer: era una nación decapitada y no había ningún apoyo internacional. Éramos bomberos que apagábamos los pequeños incendios que veíamos. Hacíamos lo que podíamos”.
Sin embargo, fue un enemigo diminuto, invisible al ojo humano, el que lo dejó fuera de juego. A las tres semanas, Garayoa yacía tendido en una cama del hospital de Mabesseneh afectado por fiebre tifoidea. Indefenso, no fue capaz de escapar de los rebeldes que, el 14 de febrero, asaltaron el centro sanitario. Ellos vieron en este hombre blanco la moneda de cambio perfecta para exigir a las tropas de la ONU que se retiraran de la región. “Y como me veis, así, en pantaloneta, camiseta y chancletas, me llevaron con ellos a través del bosque”.
El sacerdote fue obligado a caminar a marchas forzadas, a pasar días enteros en mitad de la selva sabiendo que su futuro era más que incierto. Ocupaba su mente escribiendo un diario, en el que plasmaba sus reflexiones y vaciaba sus preocupaciones. “Lo que más me dolía cuando estaba secuestrado era el sufrimiento que sabía que sentían mis hermanas. Cuando me veía al límite de mis fuerzas, me decía a mí mismo: ‘Ya está, que me den un tiro y aquí me quedo’. Y acto seguido me decía: ‘¡No seas cabrón, José Luis! Si tu familia cree que estás vivo, tienes que estar vivo”. 
Un día, un grupo de rebeldes dispuesto a lanzar un órdago a la comunidad internacional lo puso en un paredón de palmeras y matorrales. “En ese momento sólo pensé en que no tenía más tiempo. Si tenía que decirle a alguien ‘te quiero’, ya no podía”. Entonces apareció otro rebelde al grito de “Stop, stop, stop!”, y comenzó a discutir con los verdugos y los convenció para no ejecutar a su víctima: si mataban a Garayoa, la respuesta internacional recaería directamente sobre ellos. 
El 27 de febrero, tras dos semanas de secuestro, el sacerdote fue liberado. Los periodistas Miguel Gil Moreno, español, y Kurt Schork, estadounidense, fueron los primeros en cruzarse con él. “Joder, ¡el misionero!”, exclamó Gil, quien puso a su disposición un teléfono satélite para que contactara con su familia y les diera la noticia de su liberación. “Me contestó mi cuñado, se me cortó la voz, a ellos también…”, recuerda el misionero, emocionado. Los dos reporteros perdieron la vida el 24 de mayo de 2000 tras una emboscada de los rebeldes muy cerca de Rogbery Junction, en Sierra Leona.


Regreso a Sierra Leona
Para Garayoa no resultó fácil volver a España. Su cabeza estaba en África y los psicólogos le presionaban para que se tomara un año sabático. “¿Y qué voy a hacer yo un año parado?”. Desestimando el consejo, el sacerdote se marchó cuatro años a la ciudad estadounidense de El Paso y después, en 2005, volvió a coger un vuelo rumbo a Sierra Leona. La paz había llegado tres años antes y había dejado tras de sí un escenario desolador, con un balance de entre 50.000 y 75.000 muertos, dos millones de desplazados –un tercio de la población total– y una sociedad rota con un ingente reto por delante: convivir. 
Durante los ocho años que ha permanecido allí, Garayoa ha logrado poner en marcha diversos proyectos agrícolas y ganaderos gracias a los que subsisten una veintena de familias. Además, se encarga de gestionar los recursos que llegan de diferentes partes del mundo, sobre todo de España. Especialmente generosos han sido los donativos que el Ayuntamiento y los vecinos de Viana han enviado en los últimos años. En 2008, Gregorio Galilea, alcalde de esta localidad navarra, viajó hasta Kamabai para inaugurar dos proyectos solidarios. El misionero muestra con orgullo el maíz que crece en su huerta y las vacas que pastan en su establo, una de ellas bautizada con el nombre de Iruña. Sin embargo, la aventura africana de Garayoa podría terminar en cuestión de meses. “Yo soy como un jugador cedido, como uno que el Madrid cede a Osasuna, y el año que viene se cumple mi contrato”. Garayoa dejará un legado marcado por la esperanza, el trabajo y la alegría, pese a los continuos reveses con los que golpea una de las regiones más pobres del mundo. Orgulloso y sonriente, el grandpa de Kamabai parece casi decir adiós a la gente con la que se ha volcado en cuerpo y alma. “Yo no he cambiado las estadísticas, pero te puedo enseñar las sonrisas de los niños”.

El misionero José Luis Garayoa reside en Kamabai, una región en el centro de Sierra Leona. Veinte familias sobreviven gracias a los proyectos agrícolas y ganaderos que desarrolla en su misión. Foto: cedida

Reportaje publicado en 'Diario de Navarra', escrito por María Jiménez, autora del blog África en portada, y por Gonzalo Araluce, del blog Meridiano Cero.