jueves, 13 de noviembre de 2014

El sueño

Hay un sueño, o más bien una pesadilla, que me persigue desde que regresé de mi último viaje a Sierra Leona. Me despierta siempre a la misma hora, a la 1.30 de la madrugada, y me mantiene en vilo durante buena parte de la noche. Me inunda el desasosiego. Haciendo un esfuerzo, obligo a mis pensamientos a echar a correr, pero la escena es más rápida que ellos, acosándome una y otra vez.

Sueño con muchos de los niños que conocí. Hay uno al que siempre veo con nitidez: un pequeño de 3 o 4 años, de mofletes regordetes y camiseta negra que vivía en una barriada de Freetown. Se despedía de mí agitando la mano, gritando repetidamente: “Bye bye!”. Podría decirse que es la inocencia en carne y hueso. “Un angelico del cielo”, diría mi abuela.

"Es un niño de 3 o 4 años, de mofletes regordetes y camiseta negra...". G. ARALUCE
En el sueño, noche tras noche, esos niños enferman de ébola. Mi subconsciente les condena invariablemente a esa fatalidad. Y noche tras noche, todavía dormido, me reúno con Dios para pedirle que los acoja junto a Él. Le percibo con nitidez, no con forma humana, pero sí como una sensación que me envuelve. No hay lugar para las dudas de fe o las flaquezas, porque, de algún modo, es mi espíritu el que habla, muy lejos de las fragilidades del cuerpo. “Por favor, ¡abraza a esos niños!”, grito entre sollozos. Me derrumbo sobre mis rodillas, mi cabeza toca el suelo. Insisto en mi conversación: “Perdóname. ¡Sólo Tú sabes si podría haber hecho algo más por ellos! Pero, por favor, escucha mi súplica: salva a esos niños. Ellos son la ingenuidad y la sencillez”. Las palabras “perdón” y “por favor” las repito constantemente, ahogadas por un llanto desconsolado.

Me despierto precipitadamente, con las sábanas revueltas, repitiendo las mismas consignas. Me acorralan las preguntas: Mi trabajo en Sierra Leona, ¿ha sido útil? ¿He cumplido con el objetivo de remover alguna conciencia? Y si es así, ¿esa conciencia sacudida puede cambiar lo que está pasando allí? ¿Podría haber hecho algo más? 

Hay mucha gente buena. De hecho, es posible no haya gente mala, sino malas acciones. El periodista debe acercar a toda esa gente las realidades cercanas, denunciar las injusticias y concienciar de que se puede hacer algo para cambiar el mundo. El reportero Miguel Gil Moreno dio la vida por ello. Precisamente, en Sierra Leona. Quién sabe si, en un futuro, será él quien me ofrezca alguna respuesta a todas esas preguntas. 




"Se despedía de mí agitando la mano, gritando repetidamente: “Bye bye!”. Podría decirse que es la inocencia en carne y hueso...".

Un milagro llamado Henry: el 'niño español' de Sierra Leona

Hay un año de diferencia entre estas dos fotografías. En la primera, la vida de Henry pendía de un hilo. (G.ARALUCE)

La vida de Henry Kamara resume en buena medida la historia reciente de Sierra Leona, un país abatido por la guerra, el hambre y la enfermedad. Nacido fruto de una violación en plena posguerra, su madre, de trece años, le abandonó. Se crio con una prima de su madre en Lunsar, una localidad de 36.000 habitantes ubicada en el distrito de Port Loko. A pesar de la fatalidad de su existencia, Henry podía considerarse afortunado: por las mañanas asistía a la escuela y en su plato nunca faltaba un puñado de arroz. Hasta que un día, jugando a fútbol, tropezó y se rompió el fémur. La herida, abierta, se le infectó y su pierna comenzó a supurar.

En Sierra Leona, al menos sobre el papel, la sanidad es gratuita para los niños menores de cinco años. Henry rondaba los siete cuando sufrió la lesión. Por ello, Henrietta Tonki, la mujer que se quedó a su cargo y a la que el niño llama “abuela”, inició una peregrinación buscando un hospital en el que pudiesen operar al pequeño. Sin embargo, le exigían sumas de dinero que para Henrietta suponían una fortuna. Así, Henry se vio obligado a arrastrar su existencia por Lunsar, apoyando su cuerpo frágil sobre un palo y limpiando con un pañuelo infecto las heridas que le supuraban.

Había pasado un año desde aquel accidente y su vida pendía de un hilo cuando un grupo de voluntarios españoles se cruzó en su camino. Era verano de 2013. Los cooperantes desempeñaban su labor en una clínica que las Hermanas Misioneras Clarisas tienen en una pequeña aldea llamada Mile 91. La hermana Elisa Padilla, madre superiora de la congregación en Sierra Leona, les presentó a Henry sabiendo que “se iban a enamorar de él desde el primer momento”. “Si alguien podía hacer algo por él, esos eran los voluntarios que vinieron desde España”, cuenta.

La mayoría de ellos eran estudiantes de Medicina de la Universidad de Navarra, pero en el grupo también había doctores con muchos años de experiencia a sus espaldas. Tras ver una maltrecha radiografía que Henrietta Tonki había logrado pagar, los médicos dictaron sentencia: “Hay que operarle ya, cortarle la pierna. Si no se hace de inmediato, la infección pasará a su cuerpo y morirá en cuestión de semanas”, apuntó Olga Ramírez, pediatra en el centro de salud Collado Villalba (Madrid). Pero en Sierra Leona, un país con 200 médicos colegiados para siete millones de habitantes, no existían los medios necesarios para llevar a cabo la operación.

Txema Alústiza, radiólogo en el hospital Osatek de San Sebastián y miembro del grupo de voluntarios, no aceptó el aciago destino que le deparaba al niño. Tras regresar a España y apoyado en la ONG Tierra de Hombres, consiguió salvar una odisea diplomática y embarcar a Henry en un avión rumbo a la península. La familia de Txema lo acogió en su casa durante las primeras semanas. El pequeño, acostumbrado a vivir con lo más mínimo, se echaba a bailar al ver que en la ducha salía agua caliente y pasaba las horas escuchando con un iPod canciones de Cat Stevens. En definitiva, sonreía, algo que había olvidado hacer durante el último año.

Henry, en el paseo de la Concha, de San Sebastián, poco después de aterrizar en España. (G.ARALUCE)

Una operación pionera
La historia no tardó en llegar a los oídos del doctor Mikel Sánchez, que colabora desde hacía años con Tierra de Hombres. Sánchez, conocido en el círculo médico como “el mago de las rodillas” –en su historial de pacientes figuran Don Juan Carlos de Borbón, el tenista Rafael Nadal y varios futbolistas, entre otros– asumió los costes de las dos operaciones a las que se sometió al niño: una para extraerle el fémur y todos los focos de infección, y otra para sacarle el peroné e implantárselo donde antes iba el fémur. “Ingeniería médica”, resume Mikel Sánchez al recordar aquellas intervenciones, que se desarrollaron en la clínica Quirón de Vitoria.

Los hechos se iban precipitando y siempre con resultados positivos, pero todavía quedaba saber qué sería de Henry durante el año que iba a pasar en España, entre postoperatorio y rehabilitación. Una enfermera del centro, Cecilia Olabe, se quedó prendada del niño y no tardó en llevárselo consigo a su casa. “Henry ha sido para nosotros un terremoto –apunta Cecilia, acompañada de su marido, Javier Granados y de su hija, María–. Hemos llegado a quererle como a un hijo”.

Por fin llegó junio de 2014, la fecha escogida para el regreso de Henry a Sierra Leona. En el país ya se habían diagnosticado cientos de casos de ébola, pero la crisis del virus no había alcanzado la magnitud actual –según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en este país africano han muerto, al menos, 1.300 personas–. Además, el niño comenzaba a olvidar el temne, idioma local, y lloraba la ausencia de su “abuela” Henrietta. Por tanto, se decidió que lo más consecuente era devolverlo a la tierra que le vio nacer.

Henry duerme en esta habitación con su "abuela". En la casa duermen otros seis niños. (G.ARALUCE)

El regalo de Henry a la hermana Elisa
Henry embarcó en un avión que hacía escala en Casablanca (Marruecos). Mientras pasaba las horas muertas en el aeropuerto, recorrió las tiendas duty-free en busca de una Coca-Cola que llevarle a la religiosa Elisa Padilla, a quien recordaba como una segunda madre. Apenas contaba con unos euros en su bolsillo, pero sabía que, en alguna medida, si seguía con vida era gracias a ella, y quería agradecérselo a su modo. “Durante varios días guardó el refresco en nuestro frigorífico –relata la hermana Elisa–. Yo hice como que no lo había visto y simulé mucha sorpresa cuando me lo dio. Tiene un gran corazón”.

Actualmente, el niño de 10 años vive con su “abuela” Henrietta en Donpa Line, un barrio en el corazón de Lunsar, la misma ciudad en la que desempeñaba su labor el misionero español Manuel García Viejo, muerto en septiembre infectado de ébola. Los primeros casos ya han asaltado algunas viviendas próximas, pero Henry, antes incapaz de sonreír, afronta el futuro con optimismo. “No pasa nada, abuela –le dice a Henrietta, cogiéndola del brazo–. Hay que lavarse mucho las manos y tener cuidado de no tocar a la gente. Vamos a estar bien”.

Henrietta, con Henry y sus "hermanos". (G.ARALUCE)

The Spanish boy, como conocen al pequeño en el barrio, pasa los días jugando en la calle después de que el Gobierno sierraleonés, en un intento por frenar los contagios por ébola, decretara el cierre indefinido de las escuelas. Aunque todavía cojea y no puede correr como lo hacen sus amigos, se ha convertido en el centro de todas las atenciones contando las experiencias que, inventadas o reales, acumuló durante su estancia en España.

“Tenerle entre nosotros es un milagro”, asegura Henrietta Tonki, quien, al mismo tiempo, cuida de otros seis niños a los que Henry llama sus "hermanos". “Echa de menos a sus amigos de España y siempre nos habla de ellos –prosigue Henrietta–, pero está contento de estar de vuelta. Todos dicen que está llamado a hacer algo por Sierra Leona y yo estoy convencida de lo mismo. Es el mismo chico que el que se fue hace un año, pero también es diferente: ahora es feliz”.



Reportaje publicado el 31 de octubre de 2014 en El Confidencial.

Esta fue la 'paciente cero': viaje a la aldea donde se originó el ébola en Sierra Leona




Nyuma Tommy, jefe de la pequeña aldea de Bondu, mueve sus manos desgastadas... (G. ARALUCE)



Todo empezó aquí. Primero se contagió ella, la sanadora, y después fueron enfermando los demás. Mi propia mujer y mi único hijo murieron por culpa del ébola”. Nyuma Tommy, jefe de la pequeña aldea de Bondu, mueve sus manos desgastadas mientras va narrando la tragedia a la que se ha visto sometido su pueblo. Con dolor, el hombre mira al suelo, antes de reconocer que se siente desbordado.  

“Sufrimos el desprecio de mucha gente por vivir en el lugar por el que entró el virus en Sierra Leona –explica–. Pero lo peor es el hambre: desde que todo comenzó, apenas tenemos comida que llevarnos a la boca. La gente no labra los campos y no tenemos dinero ni medios para ir a otras aldeas a comprar sustento. Si esto se prolonga mucho…”.

En las circunstancias actuales, alcanzar la aldea de Bondu es una misión casi imposible. El poblado, ubicado en la región de Kailahun (al este de Sierra Leona), está protegido por varios kilómetros de selva a la redonda. Los guías locales saben descifrar algunas claves, invisibles para el ojo extranjero, que muestran la ruta a través de una red enmarañada de caminos. Pero ahora miran esas pistas con recelo. “Ébola”, es la única explicación que ofrecen tras denegar la petición de conducirte hasta allí. Esa breve explicación esconde, en realidad, el temor a algo sobrenatural.

Nyumma Tommy, jefe de la aldea de Bondu, perdió a su mujer y único hijo por el ébola. Al fondo, la casa en la que vivía la primera mujer infectada por ébola en Sierra Leona. (G. ARALUCE)
Zowe Yawa fue la mujer que, desde Guinea, trajo consigo el virus del ébola. Siguiendo la terminología médica, se la conoce como la paciente cero. Zowe era una reputada traditional healer, lo que literalmente se podría traducir como sanadora; sin embargo, en Sierra Leona, esta profesión requiere profundos conocimientos de magia negra y brujería. Vivía en Bondu, y hasta allí viajaban cientos de personas en busca de alivio físico o espiritual. Ella, a su vez, se trasladaba a otras aldeas colindantes para ofrecer sus servicios.

“Un demonio en una caja”
Un día de abril, recibió el aviso de que un hombre guineano con cierto poder económico y social requería su presencia, aquejado de una “enfermedad que le consumía por dentro”, tal y como relatan los vecinos de Bondu. La sanadora aceptó la invitación y partió a su encuentro. En sus brazos llevaba una caja con una serpiente en su interior: según ella, el animal era, en realidad, un demonio en el que volcar los dolores del paciente.

Este es el camino que enfiló Zowe Yawa para alcanzar Guinea. (G. ARALUCE)


El ritual estaba desarrollándose según lo previsto cuando el paciente, azotado por la curiosidad y aprovechando un despiste de la sanadora, abrió la caja sin el permiso de esta. “¡Un demonio!”, exclamó repetidamente el hombre, atrayendo la atención de sus vecinos, que se agolparon a su alrededor para ver a la serpiente. “¿Qué has hecho? ¿Por qué has abierto la caja? –le espetó indignada Zowe Yawa–. Has desatado una maldición y todos moriremos”. Lo que la mujer probablemente no sabía es que sus vaticinios no tardarían en cumplirse: el propio paciente al que estaba tratando estaba infectado de ébola y ella, en el transcurso de la ceremonia, se había contagiado del virus.

Los vecinos de Bondu, hambrientos, lamentan sufrir el estigma del ébola. (G.ARALUCE)

“Una transmisora masiva del ébola”
“Zowe llegó a su casa y a los pocos días empezó a sentirse mal”, cuenta Nyuma Tommy, el jefe de la aldea de Bondu, a la vez que señala la casa en la que residía la mujer. Un candado impide la entrada a la edificación de adobe, en cuyo interior, aseguran los vecinos, sigue estando la caja con la serpiente. A pesar de sentirse enferma, la sanadora siguió desempeñando su labor durante varios días, contagiando a muchos de sus pacientes. Poco después, murió entre vómitos de sangre.

Su reputación empujó a cientos de personas a su funeral, un ritual que responde a tradiciones ancestrales en las que se manipula el cadáver antes de proceder al enterramiento. Así, los faustos se convirtieron en un foco de infección multitudinario. Según el Ministerio de Salud de Sierra Leona, Zowe Yawa se convirtió en una “transmisora masiva del ébola”. Más de 300 personas de su entorno contrajeron la enfermedad, y diseminaron el virus, a su vez, por toda la región este de Sierra Leona.

Sin embargo, las circunstancias en las que se produjo este primer contagio llevaron a buena parte de la sociedad a creer que las advertencias de la sanadora eran ciertas y que el virus no era tal, sino la maldición que había juramentado antes de morir. Manjo Lamine, de 29 años y profesor en una escuela secundaria de la ciudad de Kailahun (capital de la región con el mismo nombre), relaciona la predominancia de estas creencias populares con un sistema educativo deficitario, especialmente en las zonas rurales: “La gente cree más en ritos que en explicaciones científicas, porque les ofrecen respuestas más sencillas”.

Los habitantes de la aldea de Bondu lamentan el desamparo al que se enfrentan tras la epidemia del ébola en Sierra Leona. (G. ARALUCE)


Fosas comunes profanadas por animales
Para el profesor Manjo, además, hay un factor decisivo que ayuda a comprender las reticencias de la gente para aceptar las versiones oficiales: la falta de planificación. “Es difícil creer lo que te dicen cuando en Makeni, en el cementerio de infectados de ébola, entierran a los pacientes en fosas comunes, descuidando por completo sus tradiciones –considera el profesor–. Además, lo hacen a tan poca profundidad que los perros lo huelen, desentierran los cuerpos y se los comen”.

Apenas pasaron unos días desde la muerte de la paciente cero cuando los hospitales de Sierra Leona recibieron a los primeros infectados de ébola. El 31 de julio, el Gobierno decretó el estado de emergencia, adoptando medidas como el cierre de las escuelas y la prohibición de las reuniones más o menos numerosas, ya fueran en espacios públicos o privados. El Ejército desplegó a sus soldados por las calles y estableció decenas de check-points en las principales rutas. Los niños, que empezaban a mirar al futuro dejando atrás el fantasma de la guerra, ya se han acostumbrado a la presencia de los militares en los pueblos. Desde que se desató la crisis, más de 1.200 personas han muerto en Sierra Leona por culpa del ébola, una cifra que aumenta día a día.



Reportaje publicado el 23 de octubre de 2014 en El Confidencial.

Historia de un superviviente: 'Parte de Sierra Leona cree que el ébola lo inventó EEUU'

“El hombre que está sentado frente a ti se llama Sulliman Kande Saidu, responsable del dispensario médico de esta aldea y, al mismo tiempo, superviviente de ébola”. Sus palabras van acompañadas de una gran sonrisa, reflejo de una alegría y un orgullo desbordados. A sus 47 años, Sulliman asegura que ha escuchado a la muerte llamando a su puerta. “Pero le dije que todavía no era mi turno -explica-. ¿Por qué sobreviví cuando otros muchos han muerto? Pude haberme rendido, pero decidí luchar”.

Ahora recorre las villas próximas a la suya -Koindu, al este de Sierra Leona- para concienciar a la gente de la realidad del ébola, una misión que él mismo define como “complicada”. Buena parte de la población todavía cree que el virus es un invento de Estados Unidos para diezmar a la población de África, un castigo divino por sus pecados o una maldición de algún brujo o hechicero. Algunos de los periódicos que se venden en la capital, Freetown, defienden estas hipótesis.

Apenas se habían reconocido infecciones en Sierra Leona cuando Sulliman contrajo la enfermedad. El 30 de mayo, tan sólo cuatro días después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmara la primera muerte por ébola en el país, el sanitario comenzó a sentirse mal. “Ese día sudaba mucho, demasiado, y había escuchado que ese era uno de los síntomas del virus. Un día más tarde, vomité sangre”.

Sulliman fue uno de los primeros infectados por ébola en Sierra Leona. (G. ARALUCE)
Sin embargo, todavía cabía la posibilidad de que ese malestar estuviera relacionado con una hipotética malaria. “Me hice la prueba del paludismo y dio negativo -relata-. Así que llamé al responsable médico del distrito”. En cuestión de horas apareció una ambulancia procedente de Kailahun, capital de la región. A bordo viajaban varios enfermeros, equipados con máscaras, guantes de látex y un buzo, a quienes la gente llama, con miedo y desprecio, 'la patrulla del ébola'. “Me tomaron una muestra y se la llevaron a Kenema (a 90 kilómetros de distancia). Por entonces, allí estaba el único centro de Sierra Leona que hacía este tipo de análisis”.

Cinco días esperando un diagnóstico
Los resultados tardaron en llegar. Durante cinco días, Sulliman permaneció encerrado en su casa, envuelto por la fiebre, la diarrea y los vómitos, rumiando cómo asumiría el más que probable positivo de las pruebas. “Me preparé mentalmente y, cuando me dijeron que estaba infectado, no me sorprendí”, cuenta. No obstante, una nube le cubre la mirada cuando recuerda ese instante. “Fue muy duro -reconoce-. Nadie puede sentirse bien en un momento así, pero tienes que mantenerte fuerte y aferrarte a tus esperanzas. Esa es la clave de la supervivencia”.

Tras conocer la noticia, Sulliman se marchó por la puerta de atrás de su casa camino de Kailahun, donde desempeñaban su labor los primeros especialistas de Médicos Sin Fronteras (MSF) desplegados en la región. “No le dije a casi nadie lo que me pasaba, ni siquiera a mis padres y hermanas. No quería que llorasen por mí”, recuerda.

Durante su estancia en el centro, Sulliman pasó miedo, pensando en que todo lo que conocía, empezando por su propia vida, comenzaba a teñirse de negro. Pero, muy pronto, la desesperación dio paso a la euforia, al tiempo que su organismo iba venciendo a la enfermedad. La batalla se prolongó durante dos semanas y, finalmente, “tuvo el más feliz de los finales”, según detalla el superviviente. “Pero todavía faltaba saber cómo me iban a recibir en la aldea -agrega-. Llevaba conmigo un certificado que aseguraba que estaba libre de infección, pero la gente tenía miedo. Hasta que los jefes del pueblo y los médicos no me abrazaron en público, fui rechazado por muchos”.

Después de su experiencia, Sulliman vislumbró que su trabajo tenía que estar cerca de los enfermos de ébola y de su entorno. Ahora viaja de poblado en poblado tratando de desarmar los estigmas relacionados con la enfermedad, dando consejos sobre cómo prevenir los contagios. “El ébola es real”, repite constantemente. “Pido a la gente que no tenga miedo, que vayan al hospital tan pronto como tengan síntomas si no quieren que sus seres queridos también se contagien”.
Campamento de Médicos Sin Fronteras, en Kailahun, al este de Sierra Leona. (G. ARALUCE)

























La ciudad del ébola
El escenario que se encontró Sulliman en Kailahun ha cambiado mucho desde su visita como paciente. El campamento improvisado que montaron los operarios de Médicos Sin Fronteras ha dado paso a una pequeña ciudad en la que se erigen decenas de tiendas de campaña. Dos calles recorren el espacio y dividen a los internos en tres categorías: sospechosos, probablemente infectados y casos confirmados.

En total, alrededor de 700 personas han sido trasladadas a este centro. El 40% de ellos ha sobrevivido. “La clave está en la organización”, manifiesta el doctor Javid Abdelmoneim, uno de los trabajadores del campamento. “Les damos antibióticos para descartar cualquier otra enfermedad y cuidamos mucho su alimentación”, explica, a la vez que señala a un grupo de internos que está comiendo. Es mediodía y hace calor.

Los sanitarios, antes de tratar con los infectados, se protegen con botas, buzo, guantes, máscara y delantal. El tiempo corre en su contra. En cuestión de minutos, el vapor que desprende su cuerpo empaña sus gafas y se ven obligados a interrumpir su labor. “Pero este es el único modo de acercarnos a ellos y limpiar sus heridas”, admite Abdelmoneim.

Cementerio de fallecidos por ébola, en las inmediaciones del campamento de Médicos Sin Fronteras de Kailahun. (G. ARALUCE)

Los infectados, mientras tanto, pasan el tiempo charlando los unos con los otros, compartiendo sus miedos e inquietudes. La mayoría de ellos ha oído hablar de un cementerio improvisado, muy próximo al campamento, en el que entierran a los muertos de ébola. Se trata de un lugar tranquilo, en medio de la vegetación, salpicado por cruces, piedras y palos, dependiendo de si el fallecido era cristiano o musulmán. A pesar de la crudeza del escenario, los familiares expresan su tranquilidad. “Al menos reciben una sepultura digna”, susurra una mujer. No quiere decir su nombre. Tiene miedo del estigma del ébola, de que le den la espalda al regresar a su aldea. “Tengo suerte porque sé dónde han enterrado a mi padre -cuenta-. Otros, ni siquiera saben si sus familiares están vivos o muertos”.



Reportaje publicado el 25 de octubre de 2014 en El Confidencial.

Un día más con vida para los niños del ébola

El sonido de las ambulancias resuena como los ecos de una guerra pasada. A bordo, los sanitarios van equipados con trajes especiales y mascarillas, señal inequívoca de que transportan consigo a un contagiado de ébola. Las gentes de Freetown huyen del vehículo, no tanto para permitirle el paso como para no ser alcanzados por las balas de la enfermedad. De pronto, se escucha un estruendo: un furgón de policía ha impactado contra una moto y el conductor de esta ha muerto al instante.

La población, cargada de tensión por la situación que está atravesando, se encoleriza ante el suceso. La capital de Sierra Leona se sacude, víctima de un conflicto contra un enemigo que, aunque no se ve, está en todas partes; ocupa el centro de las conversaciones y ahoga el incipiente crecimiento del país. Freetown libera su guerra particular contra el virus.

Al igual que sucede en cualquier otro conflicto, en la crisis del ébola también hay refugiados. Rondan las calles de la capital, sin rumbo y sin la más mínima certeza de lo que les deparará el futuro inmediato. Muchos de ellos son niños. “No saben siquiera dónde van a dormir o si, a lo largo de la jornada, van a llevarse algo a la boca”, cuenta a este diario Ubaldino Andrade, misionero salesiano, superior de la congregación en Sierra Leona.

Ellos recogen a estos niños, los trasladan al centro Don Bosco de Freetown, les ofrecen una educación y asilo durante once meses y, después, les buscan una familia en la que integrarse. Aunque su labor comenzó tras el conflicto que se libró en el país (Sierra Leona quedó rasgada por una guerra civil que se prolongó desde 1991 hasta 2002), la miseria imperante les empujó a seguir trabajando con los niños de la calle.

El propio Andrade se considera uno de ellos: “Crecí en el seno de una familia muy humilde, en Venezuela, en medio de mucha pobreza. Por eso sé cómo tratarles, las carencias que tienen, que no son otras que el cariño”. El misionero explica que, desde que se ha desatado la crisis del ébola, muchos niños han quedado en una situación de desamparo.

Según las estadísticas que maneja el Gobierno, unos 350 menores han perdido a sus dos padres por culpa de la enfermedad. “Pero hay otros muchos a quienes todo esto también les está afectando, aunque sea de modo indirecto –expresa Andrade–. Hay hogares en los que alguien ha resultado infectado, y eso ha detonando un ambiente de por sí inestable”.

Niños entre desechos en una barriada de Freetown (G. Araluce).
Huérfanos por culpa del ébola
Hassan Brrei es uno de ellos. A sus 18 años, acaba de salir de la cárcel de Freetown después de haber cumplido seis meses de condena por un delito que, asegura, no cometió: un robo. “Perdí a mi padre en la guerra y mi madre murió infectada”, relata el joven. Este último episodio le empujó fuera de su casa, en Makeni, para buscar una vida mejor en la capital. Apenas pasaron unos días cuando fue detenido. El recuerdo todavía le escuece: “En la prisión se vive muy mal. Me hice una herida en el tobillo tratando de escapar de la policía y allí se me infectó”, describe, a la vez que señala el centro penitenciario.

Las instalaciones están dispuestas de tal modo que en su interior caben hasta 300 presos, pero la realidad es que albergan a 1.900 reclusos en unas dudosas condiciones de higiene y salubridad. “Al salir de la cárcel no sabía dónde ir y me dirigí a Don Bosco. Ellos me han acogido y me han prometido que me quedaré con ellos hasta que me recupere de mis heridas y pueda regresar a casa”, describe Hassan Brrei.

Hassan Brei, acogido por los salesianos, resulto herido huyendo de la policía (G. Araluce).
A muy pocos metros descansa Abdullai Lanzana, recostado sobre la fachada de Don Bosco. Él, al igual que Brrei, también acaba de salir de la cárcel, aunque en su caso sí reconoce el delito por el que se le condenó: trapicheo de drogas. “He venido con los salesianos para pedir dinero. Tengo los pies hinchados por culpa de una enfermedad que contraje entre rejas y apenas puedo caminar. Quiero unos pocos leones (la moneda local) para pagar el billete de un autobús que me lleve a casa”, explica mientras masajea sus extremidades inferiores en busca de alivio.

Encerrados durante 72 horas
Sin embargo, desde la institución se descarta la limosna gratuita. “Eso es lo último que necesita la gente de Sierra Leona”, defiende el religioso José Valiplackel, miembro de la comunidad. “Muchas ONG, con buena voluntad, llegan con ese planteamiento –continúa–. Traen desde sus países lo que creen que se necesita aquí, pero ni siquiera llegan a hablar con la gente para ver si es bueno. En lo que realmente hay que trabajar es en la creación de una red sobre la que empezar a construir. No regalarles nada: ellos quieren ganarse su jornal; que se les trate de igual a igual”.

Philip Gbao, también misionero salesiano, respalda las tesis de Valiplackel: “Acogemos a 75 niños en nuestro centro y la crisis del ébola ha afectado mucho a nuestro día a día. Fue especialmente duro cuando el Gobierno decretó una cuarentena general de tres días”. Valiplackel retoma el hilo de su compañero y prosigue: “Nadie podía salir de sus casas y nosotros tampoco, pero les alimentamos y seguimos una rutina de clases y actividades. ¿Si eso nos supuso un importante desembolso económico? Sí, pero no es justo hablar de gasto cuando hablas de seres humanos. Quizá lo más adecuado sea hablar de inversión”.

Niños sierraleoneses frente a la fachada del centro Don Bosco (G. Araluce).
Aunque la labor llevada a cabo desde el centro Don Bosco sea la más representativa, los salesianos abarcan, en Sierra Leona, un campo de trabajo mucho más extenso. En Lungi cuentan con diez escuelas, ahora clausuradas después de que el Gobierno decretara el cierre de los colegios para evitar contagios; mientras, en Bo, trabajan con las aldeas y los campesinos en varios proyectos relacionados con el agua.

En los últimos meses, además, los salesianos han puesto en marcha una campaña de concienciación para explicar a la población el verdadero alcance del ébola y la necesidad de asumir una serie de medidas de protección. Para ello, han habilitado un número de teléfono gratuito en el que la gente les traslada sus dudas e informa de los nuevos casos de posibles infecciones.

Asimismo, han instalado en las ciudades en las que trabajan decenas de contenedores amarillos cargados de agua clorada, mortal para el virus. Ali Bangura y Kasimu Jabi, de 22 y 23 años, salvaguardan uno de estos contenedores a la entrada de una barriada de chabolas de Freetown. “Es fundamental lavarse las manos continuamente –explican–. Eso, y evitar el contacto con la gente”.

La labor que desempeñan los salesianos les ha llevado a ganarse el respeto de la comunidad con la que conviven. En su caso, a diferencia de lo que les ocurre a algunas organizaciones internacionales recién desembarcadas, se les escucha con autoridad y respeto. “Estamos muy agradecidos por su labor”, afirma Sheriff Conteh, de 43 años, quien vive en las inmediaciones del centro Don Bosco.
Muchos médicos se han marchado desde que empezó la epidemia del ébola –prosigue–, pero ellos se han quedado, siendo como un padre para muchos niños sin hogar. Ojalá hubiera muchos sanitarios que siguiesen su ejemplo y vinieran a trabajar sobre el terreno, porque eso, y sólo eso, es lo que necesitamos".


Reportaje publicado el 21 de octubre de 2014 en El Confidencial.