miércoles, 30 de septiembre de 2015

Lecciones sobre el perdón tras la guerra civil

Muchos niños fueron autores de incontables atrocidades durante la guerra civil de Sierra Leona. Mutilaron a hombres con sus machetes, violaron a mujeres, acribillaron a civiles desarmados… Pero diez años después de que el Gobierno impulsase el Proceso de Reconciliación, el país vive una paz verdadera. Ha perdonado a sus verdugos. Chema Caballero relata las claves del perdón.  

Un grabado en Freetown que representa el proceso de reconciliación. Un hombre mutilado perdona a un rebelde que se postra a sus pies (G. Araluce).

Los niños que llegaban al centro St. Michael habían enmudecido. Nadie dudaba de que supiesen hablar, pero, a su corta edad -todos tenían entre 6 y 18 años-, los crímenes que habían cometido durante la guerra civil de Sierra Leona les pesaban demasiado. En su cabeza escuchaban los alaridos de aquellos hombres a los que habían mutilado con sus machetes, los gritos de las mujeres violadas, el impacto de las balas perforando los cuerpos de los civiles... Sonidos que, debido a las drogas, recordaban más como parte de una pesadilla que de la realidad.

“Así permanecían unos seis meses, hasta que rompían a llorar y se vaciaban. Solo entonces dejaban de mirar atrás y comenzaban a soñar con un futuro”, recuerda ahora Chema Caballero. Él, entonces misionero javeriano, coordinaba el centro St. Michael, instalado en la localidad de Lakka, muy cerca de la capital, Freetown. “Comenzamos con este proyecto en 1999, con la duda de si cabría algún tipo de rehabilitación para estos chicos -explica Caballero a El Confidencial-. Había tratado con algunos de ellos desde que se desató la guerra. Paraban nuestra furgoneta en los check-points que salpicaban la carretera, nos metían el fusil por la ventanilla y nos pedían un balón de fútbol. Nosotros debíamos encontrar un poco de humanidad detrás de todo eso y trabajar con ella”.

Por aquel centro de rehabilitación pasaron más de 3.000 niños, en una convivencia que no siempre resultó fácil. Los vecinos de Lakka -muchos de ellos desplazados por la guerra- veían que aquellos niños, protagonistas de incontables atrocidades, comían tres veces al día y disfrutaban de acceso a juegos y a una educación básica; ellos, por el contrario, tenían las manos vacías y una mochila cargada de sufrimiento. Decidieron tomar la justicia por su mano. Secuestraron a Chema Caballero y se dispusieron a asaltar el centro St. Michael. Los niños, excombatientes rebeldes, liberaron al español y frenaron la arremetida.

“Posiblemente, ese fue el primer momento difícil que tuvimos que atravesar”, reconoce Caballero. Sin embargo, admite que se sintió reconfortado al comprobar que aquellos chicos lo liberaban con el objetivo de que prosiguiese el programa de rehabilitación. “Sentí que algo había cambiado en ellos -explica-, pero no podía imaginar la dimensión de ese cambio hasta que, unos meses después, apareció Sankoh por allí”.

Aquel nombre infundía miedo entre la población. Bastaba pronunciarlo para desatar el temor. Sankoh lideraba una de las mayores facciones de los rebeldes y quería recuperar a aquellos niños que una vez combatieron bajo su mando. Caballero se enfrentó a él y, con un “no sabes con quién te has metido”, logró que el líder rebelde se marchara. “Ningún chico lo siguió”, apunta el español. “Por un momento sentí miedo, pero el resultado fue positivo. Aquella sensación es indescriptible”, añade, emocionado.

Phillipp, guía del Museo de Historia de Freetown, explica una imagen sobre el proceso de reconciliación (G.A.).



El regreso a casa de los niños-soldado
En 2001, comenzaron a llegar algunos rumores al centro St. Michael. A pesar de que no tenían mucho fundamento, cada vez era más frecuente escuchar que los rebeldes estaban sitiados, que las tropas oficiales y las del ECOMOG (una suerte de unión de países de África del Oeste) dominaban el país y que pronto se firmaría la ansiada paz. Esta llegó de forma oficial en enero de 2002 y era el momento de hacer balance: Charles Taylor, presidente del país vecino, Liberia, había hostigado el conflicto para hacerse con el control de las codiciadas minas de diamantes de Sierra Leona, dejando tras de sí un reguero de entre 20.000 y 75.000 muertos, y cientos de miles de desplazados.

La herida era muy profunda y dolorosa, pero los deseos de vivir en paz latían incluso con más fuerza que el rencor y el odio. Así, el Gobierno de Sierra Leona impulsó el Proceso de Paz y Reconciliación, encabezado por una Comisión de la Verdad. No bastaba con echar tierra sobre lo sucedido y mirar hacia otro lado: era necesario saber, profundizar y comprender para no repetir los mismos errores.
Durante dos años, la Comisión de la Verdad elaboró un informe que ahora, comparado con otros proyectos similares, está considerado como uno de los más exhaustivos y acertados. Además, se concertaron encuentros entre excombatientes y víctimas: mientras los primeros pedían perdón y se echaban al suelo en señal de arrepentimiento, los segundos tendían las manos sobre sus cabezas en señal de clemencia. En el Museo de Historia de Sierra Leona, en Freetown, hay varios murales que reflejan esta escena, a la vez memoria del pasado e inspiración de futuro.

Asimismo, el Gobierno prometió a los excombatientes que, a cambio de entregar sus armas, estos recibirían herramientas y formación para desempeñar un oficio. Muchos de los rebeldes, captados desde su infancia, solo sabían más matar para ganarse el sustento. Para ellos, el valor de una vida era el mismo que el de un plato de arroz o un trozo de pan. La mayoría aceptó la propuesta, no sin ciertas reticencias, y comprobó que las promesas eran ciertas.

Hoy, diez años después de que la Comisión de la Verdad presentara su informe, es posible caminar entre las villas de Sierra Leona sin que importe que uno sea Mende o Temne -las dos tribus mayoritarias, enfrentadas durante la guerra civil-, o pertenezca a cualquiera de las otras tribus menores. La mayoría de la población se refiere a aquel conflicto como “no sense” (sin sentido) y, aunque todos tienen historias que contar, prefieren hablar de proyectos y ambiciones. “Ha habido perdón, pero difícilmente se puede hablar de justicia”, considera Chema Caballero. “¿Cómo se puede hacer justicia con esas personas que han sufrido todas las atrocidades de la guerra?”, se pregunta el español.


El nuevo enemigo es un virus
Con lo que la población de Sierra Leona probablemente no contaba era con que, conjuntamente y apenas unos años después de firmar los acuerdos de paz, deberían hacer frente a un nuevo enemigo. Este ha llegado en forma de virus y, por el momento, se ha llevado la vida de unas 2.000 personas en todo el país. No obstante, médicos locales apuntan a El Confidencial que la cifra podría ser mucho mayor, teniendo en cuenta que apenas llegan estadísticas de las zonas más rurales y aisladas.

“Antes de toda esta crisis era más optimista respecto al futuro de Sierra Leona -apunta Chema Caballero-. Tengo mucha esperanza en los jóvenes, pero ahora el país va a quedar muy tocado económicamente. El desánimo de la gente es patente y se revive el miedo al ver a los militares en los check-points. La educación es un privilegio y la sanidad es carísima. Según la Comisión de la Verdad, estos dos puntos fueron causas desencadenantes de la guerra civil y eso no ha cambiado desde entonces. Se ha invertido mucho dinero en formar a profesores y médicos, pero el ébola se está llevando a muchos de ellos”.


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Reportaje publicado en El Confidencial.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

El café de Kadula

"El café era negro como el petróleo y lo había condimentado con varias especias. Lwanga y yo lo agarramos con firmeza y lo bebimos a sorbitos". (Foto: Araluce)

En Océano África, el periodista Xavier Aldekoa resume en un puñado de líneas todo un ideal de vida, explicando los motivos por los que permanentemente recorre África. En una ocasión, relata el reportero, tuvo que refugiarse bajo un gran árbol en el Congo para guarecerse de una tormenta tropical que no le dejaba ver a más de un metro de distancia. Muy cerca, a unos pocos kilómetros, había un enorme campo de refugiados. Corrió el rumor de que el periodista estaba por allí y muchos se acercaron para contarle sus historias, cada una más terrible que la anterior. Aldekoa, entonces, sacó su libreta y bolígrafo, quizá para aplacar el nerviosismo que le suponía aquella responsabilidad. La escena la presenciaba una niña pequeña con un par de bolsas de plástico atadas en los pies y con un bebé desnudo entre los brazos. “A menudo me preguntan por qué viajo a África –reflexiona Aldekoa en esas páginas–. (…) Viajo a África para explicar que una niña congolesa se ata bolsas de plástico en los pies porque no tiene zapatos”.

Sin haber leído todavía Océano África me adentré, en febrero de 2015, en Kadula, un campo de refugiados de Sudán del Sur. El país, además de ser el más joven del mundo, es el más pobre, según las estadísticas que maneja la ONU. Dos generales feroces, Salva Kiir y Riek Machar, se disputan el poder en una guerra en la que siempre salen perjudicados los más débiles. Kadula, probablemente, sea el lugar más pobre de todo el país.

La gente que habita este desierto de piedras y basura encomienda su vida al funcionamiento de un pozo maltrecho, que suele estropearse con frecuencia. Cuando esto ocurre, la gente enferma; si enferman, mueren. Esa es la ley que gobierna Kadula. Por no tener, no tienen ni identidad: son exiliados en su propio país

Hace años huyeron de la guerra –Sudán se desangró durante décadas en un conflicto civil entre el norte y el sur, hasta que Sudán del Sur alcanzó la independencia– y se asentaron en Jartum. Cuando Sudán del Sur se proclamó un estado libre, allá por 2011, el Gobierno de Jartum expulsó a todos los refugiados sursudaneses de su territorio. Estos, sin destino, recorrieron a pie 1.500 kilómetros y se asentaron finalmente en Kadula, donde malviven desde entonces.

Durante cuatro o cinco horas, Lwanga –mi traductor– y yo recorrimos ese campamento. La tierra, árida, no permite ningún tipo de cultivo. La gente subsiste gracias a la venta de un carbón rudimentario que elaboran con sus propias manos. Escuchamos muchas historias de guerra y supervivencia: algunas no se pueden contar por respeto a la integridad de esas personas. Se vaciaban en nosotros y sentíamos la difícil responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias. A cada paso que dábamos me iba convenciendo de que se trataba del infierno en la tierra. 

Agotados por fuera y por dentro, Lwanga y yo llegamos a un chamizo en el que nos encontramos con un par de sillas de plástico y una mesita de madera cubierta por un tapete de ganchillo. Una mujer semidesnuda y de una edad imposible de descifrar nos invitó a sentarnos y desapareció en la penumbra de su cabaña. Decenas de personas se nos acercaron y, después de sonreírnos y darnos la mano, se iban sentando a nuestro alrededor, en el suelo.

La mujer reapareció con un par de tazas de café en la mano. Nos las entregó y se sentó en medio de aquella improvisada multitud. El café era negro como el petróleo y lo había condimentado con varias especias. Lwanga y yo lo agarramos con firmeza y lo bebimos a sorbitos. No encontramos fuerzas para hablar: sonreíamos por fuera y llorábamos por dentro.

Si en algún momento, como a Xavier Aldekoa, me preguntan por qué viajo a África, contaré la anécdota de Kadula. Buscaré las palabras para decir que hay gente que, en el lugar más pobre del mundo, recibe al visitante con una taza de café. Que África no es sólo dolor y guerra, enfermedad y pobreza; que hay muchas historias de generosidad y hospitalidad que también merecen ser contadas. 

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Viaje al hospital donde trabajó el misionero español: “Hemos vencido al ébola”

La entrada del hospital de Mabesseneh, en Sierra Leona, donde el misionero Manuel García Viejo luchaba contra el ébola. (Gonzalo Araluce)

Han vencido al ébola. Los trabajadores del hospital de Mabesseneh, en Lunsar (Sierra Leona), celebran el fin de la cuarentena que les ha mantenido aislados durante tres semanas. El centro, en el que trabajaba el misionero español Manuel García Viejo, permanecía cerrado desde la evacuación del religioso. El Confidencial es el primer medio que entra en el lugar, donde el miedo aún flota en el aire.

“¡Enhorabuena, hemos vencido al ébola!”. Néstor Bamboe, misionero congoleño de 33 años, apenas puede contener la emoción. Desde que llegó a Lunsar, un ya lejano 4 de julio, trabajó codo con codo con Manuel García Viejo en el hospital de Mabesseneh. Han pasado tres semanas desde que evacuaron al religioso español y, durante ese tiempo, sus compañeros en la lucha contra el virus, las treinta personas con las que pasó sus últimos días, han permanecido aisladas en la clínica de la orden de San Juan de Dios. Una vez transcurrido ese tiempo pueden considerarse libres de la infección.

La sonrisa de Néstor es sincera, pero se desvanece en pocos segundos… el tiempo que tarda en recordar a su compañero fallecido. “Brother Manuel era un gran hombre –apunta, nostálgico–. Siempre estaba ocupado, trabajando. Nunca habrá otro como él”.

Los pasillos en los que antes trabajaba el misionero español ahora están vacíos. En las habitaciones queda material sanitario y algunos utensilios abandonados, recuerdo de una época reciente y a la vez muy distante. A las puertas del recinto, un hombre oculto detrás de unas rejas saluda al visitante mientras le apunta con un termómetro. Para acceder a las instalaciones la temperatura corporal no debe superar los 37,5 grados.

El sacerdote Michael Koroma, un sierraleonés de 41 años, ha quedado al frente de la misión hasta que se decida si el hospital reabrirá sus puertas. Después de haber pasado por dos cuarentenas, considera “muy complicado” que las autoridades vuelvan a darles permiso para retomar su labor. El religioso se muestra abatido; no ve futuro para Sierra Leona. Cree que no existen los medios para detener una crisis que “supera la peor de sus pesadillas”.

Una fotografía de Manuel García Viejo en la recepción del hospital (G. Araluce).


“Entre médicos, personal de limpieza y de seguridad, hemos perdido a ocho compañeros por culpa del ébola. La muerte que nos dejó un mayor vacío fue la de brother Manuel”, cuenta a este diario.
“Era un gran médico, no sabemos cómo se contagió”.

Los religiosos de San Juan de Dios desplegados en Lunsar reconocen que todavía no han asumido el destino del misionero español. Una fotografía de García Viejo colgada en la recepción del hospital les despierta de su ensoñación, recordándoles que su muerte es real: “Lamentamos informarles de la muerte de nuestro hermano Manuel García Viejo, quien falleció el 25 de septiembre de 2014 –reza la leyenda que acompaña la fotografía–. Descanse en paz”.

El hermano Manuel tenía previsto viajar a España el 25 de agosto para pasar unos días con los suyos. Sin embargo, el cierre provisional de las fronteras de Sierra Leona –un intento del Ministerio de Sanidad del país por contener la propagación del ébola– frustró sus planes. Por ello, el misionero retrasó su partida hasta el 1 de octubre. “Mientras tanto, siguió trabajando en el hospital –recuerda Néstor Bamboe–. No tenía miedo, a pesar de la enfermedad. Él era un gran médico y siempre tomaba las medidas de precaución necesarias. No sabemos qué ocurrió ni cómo se contagió, pero un día comenzó a sentirse mal...”. Su voz se entrecorta y no es capaz de encontrar las palabras para terminar la frase.

Aquello ocurrió el 17 de septiembre. El religioso español, que estaba operando a un paciente, sintió un leve mareo. Tras concluir la intervención, se retiró a su cama y relacionó su malestar con una hipotética malaria. Durante los catorce años que el misionero llevaba en Sierra Leona, y otros veinte que sumaba en Ghana, había padecido esta enfermedad en una treintena de ocasiones y los síntomas eran muy similares. Pero su estado se agravó en cuestión de horas y, dos días más tarde, se confirmó el fatal pronóstico: positivo por ébola.

“El Gobierno de Sierra Leona actuó bien con el hermano Manuel”, asegura el padre Michael Koroma. El misionero fue trasladado inmediatamente a Freetown, donde hay un centro especializado en la atención a pacientes infectados por el virus. “Él no quería marcharse a España”, prosigue Koroma. Su voz resuena en la habitación que antes hacía las veces de recepción: “Quería quedarse en Sierra Leona, pero se lo llevaron porque consideraron que allí tenían más medios para tratarle”.

La habitación del hermano Manuel en la misión de Lunsar todavía sigue intacta. Sus compañeros, aunque han pasado las tres semanas de cuarentena, todavía no se atreven a tocar el material del religioso español. Tienen miedo. “En este cuaderno apuntó sus últimas anotaciones”, explica Michael Koroma mientras sujeta la libreta, no sin antes proteger sus manos con unos guantes de látex. En las hojas del bloc se pueden leer algunas palabras en castellano con su traducción en inglés. “Daba clases de español a los más jóvenes, siempre con mucha paciencia”, recuerda.

Una fotografía de Manuel García Viejo en la recepción del hospital (G. Araluce).


"Si no actuáis, el ébola se convertirá en una crisis mundial"
La situación a la que debe hacer frente el Gobierno de Sierra Leona ha superado todas las expectativas. Durante los últimos años, el país ha ocupado un puesto privilegiado entre los más pobres del mundo, según los informes de la ONU. El escenario médico va acompasado a su situación económica: apenas existen 200 doctores para tratar a una población de siete millones de habitantes. Algunos de ellos han muerto a causa del ébola y otros muchos se han marchado, perseguidos por el fantasma de la enfermedad.

En las últimas semanas, los Gobiernos británico, chino y cubano han anunciado el envío de personal sanitario, pero el país sigue al borde del colapso. El misionero Koroma, ahora al frente del hospital de Mabesseneh, denuncia la falta de un apoyo unánime de la comunidad internacional: “Hace falta que todos se impliquen en esta crisis. España debería ser uno de los primeros países en adoptar medidas, más aun después de las noticias que llegan desde allí (en referencia al contagio de la enfermera Teresa R.R., de 44 años, después de tratar en Madrid al religioso Manuel García Viejo). Si no lo hacen, el problema del ébola traspasará todas las fronteras y se convertirá en una crisis mundial”.

La muerte del misionero español supone, para sus amigos y conocidos en Lunsar, una pérdida “irrecuperable”. “Era un gran médico y cargaba sobre sus espaldas buena parte del trabajo que se llevaba a cabo en el hospital de Mabesseneh”, apostilla la hermana Elisa Padilla, superiora de la congregación de las Misioneras Clarisas en Sierra Leona. Por su parte, José Luis Garayoa, misionero navarro que desempeña su labor en Kamabai, un rincón recóndito de Sierra Leona, califica a García Viejo como su “hermano del alma”. “Fue esa cercanía con la miseria, con la gente y con el pobre la que le contagió el virus”, dice.


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Reportaje publicado en El Confidencial

lunes, 31 de agosto de 2015

Sudán del Sur, el último país del mundo

Salva Kiir, presidente de Sudán del Sur, y Riek Machar, líder rebelde, firman un acuerdo de paz que aspira a poner fin a un conflicto que golpea la región desde hace más de sesenta años. En Adior, una aldea de la región de Lagos, los dinka y los nuer -etnias enfrentadas en el conflicto- conviven en un caso único de paz en el país.

Los más débiles sufren los envites del hambre y la guerra de Sudán del Sur. En la imagen, una niña de Bor, perteneciente a la etnia nuer, desplazada a la aldea de Adior. (G. ARALUCE)


Mary Ayomkou no sabía qué hacer con su gente. Trescientos mujeres y niños la seguían en una marcha sin rumbo, huyendo de los envites de la guerra que desangraba Sudán del Sur. Tras de sí dejaban Bor, la tierra de sus ancestros, sin tener claro dónde dirigirse. Marchar hacia el este, hacia la región de Jonglei donde el conflicto se recrudecía, suponía una muerte segura; por otra parte, el condado de Lagos, al oeste, estaba controlado por la tribu de los dinka, enfrentada con el clan al que ellos pertenecían, los nuer. Apenas tenían comida ni agua y la fragilidad de su existencia amenazaba con resquebrajarse. Sin nada que perder y con las manos vacías emprendieron el camino hacia el oeste, a la tierra de sus enemigos.

El conflicto de Sudán del Sur viene prolongándose desde hace más de sesenta años. Primero, para alcanzar la independencia respecto a sus vecinos del norte, Sudán. El reportero polaco Ryszard Kapuscinski resumía así el espíritu de esta disputa: “Entre estas dos comunidades imperaba un antiguo antagonismo, la hostilidad y el odio –explicaba el periodista en su libro Ébano–, porque los árabes del norte durante años habían invadido el sur con el fin de apresar a sus habitantes, a los que luego vendían como esclavos. ¿Cómo aquellos mundos tan hostiles podían vivir en un mismo estado independiente? No podían”.

No existen cifras oficiales sobre el alcance de este conflicto: algunos estudios estiman que cientos de miles de personas murieron víctimas de la escasez y la enfermedad; otras estadísticas elevan el número a dos millones. El número de desplazados internos habría alcanzado los cuatro millones, la mitad de la población del país.

En 2011, Sudán del Sur alcanzó la independencia, pero con ella no llegó la paz. A los pocos meses, su presidente Salva Kiir, y su vicepresidente, Riek Machar, -ambos habían compartido trincheras en el conflicto contra sus vecinos del norte- se enzarzaron en una guerra de poder que, salvo algunos paréntesis, se prolonga hasta hoy. Cada uno de ellos pertenece a una etnia –dinka y nuer, respectivamente–, a las que han empujado a combatir entre sí para defender sus intereses personales: a pesar de la pobreza endémica que sacude la región, Sudán del Sur es rico en yacimientos petrolíferos, a los que sólo acceden los privilegiados.

Tras dos años de conflicto interno y empujado por la presión internacional, el Gobierno de Kiir alcanzó, este miércoles, un principio de acuerdo de paz con los rebeldes de Machar.

Mary Ayomkou, líder de los habitantes de Bor. (G. ARALUCE)

Mary Ayomkou y las trescientas personas que la seguían eran víctimas de este conflicto. Perseguidas por el hambre y las balas, emprendieron un camino que no tenía destino. Era diciembre de 2014, época seca. A los miembros de la comitiva sólo les sostenía su lucha por la supervivencia. Sus ropas se pudrían al sol. Bajo sus pies, un desierto de piedra y tierra. Apenas encontraban comida y el agua con la que se cruzaban estaba estancada. Ni los animales bebían de ella.

Los más débiles no tardaron en enfermar: aquella fue su sentencia de muerte. Los supervivientes caminaban en silencio, “con la mirada vacía”: “Algunos soñaban despiertos con un lugar en el que asentarse; otros lloraban por dentro la ausencia de sus seres queridos”, explica Mary, que había sido elegida entre su comunidad por sus dotes de liderazgo para guiar a los suyos. Todos ellos eran nuer.

La gente que habitaba Adior, una aldea compuesta por un millar de dinka, temía el avance del conflicto. Sin embargo, no podían sospechar que, aquella tarde de febrero, llegaría el enemigo. Alguien dio la señal de alarma: “¡Se acercan los nuer!”. Las mujeres, presas del pánico, recogieron a sus niños y huyeron hacia la selva, buscando refugio. Los hombres, mientras tanto, con más miedo que decisión, se armaron para el combate: palos y machetes, cuchillos y rifles AK47 comprados en el mercado negro.

No tardaron en dar con el rastro de la comitiva. Pero la debilidad de las mujeres, niños y ancianos les desarmó: la piel se les pegaba a los huesos, suplicaban ayuda y en sus manos no tenían más que el sueño de alcanzar un lugar en el que asentarse. Entre dinka y nuer no era posible la comunicación, -cada tribu habla un idioma diferente-, pero los primeros comprendieron que la vida de los segundos estaba en sus manos. Les abrazaron y juntos marcharon hacia Adior.

Los líderes de la comunidad de Adior, única en Sursudán por la convivencia pacífica entre dinka y nuer, explican el “sinsentido” de la guerra que ha enfrentado, durante dos años, a las tribus a las que pertenecen. “Kiir y Machar quieren gobernar el país y cada uno de ellos utiliza a los suyos -valora Mary Ayomkou, jefa de los nuer-. A mis 48 años apenas he conocido unos breves periodos de paz. Ojalá mis siete hijos puedan vivir tranquilos en Adior e ir a la escuela. Es una bendición que nos hayan recibido”.

Hijos de ganaderos que viven en las inmediaciones de Adior. Impregnan su cara con cenizas para protegerse de los mosquitos. (G. ARALUCE)

“¿Cómo no íbamos a darles la bienvenida?”, se pregunta Marta Amuor, una de las líderes de los dinka de Adior. A sus 23 años, carga con buena parte de la responsabilidad del pueblo. Su familia ha sido, tradicionalmente, la que ha dirigido la aldea. La guerra y el hambre obligó a muchos de los parientes de Marta a marcharse y ella asumió el compromiso de la jefatura. “Ellos son como nosotros -prosigue-. No representan ningún peligro y están hambrientos. También nosotros lo estamos. La única manera de encontrar una salida a todo este dolor es ayudarnos los unos a los otros”.

Sin embargo, cuando no es la guerra la que persigue a los habitantes de Adior lo hace el hambre. Basta con dar una vuelta por el pueblo para comprobar que sus vecinos temen al futuro más inmediato. “Necesitamos anzuelos para pescar en el río”, apunta una mujer. “Y plástico para cubrir nuestros tejados y protegernos de las lluvias”, añade una segunda. “Y medicinas y comidas”, puntualiza la tercera.

“¿Ves a toda esta gente?”, pregunta un soldado del Ejército, vestido de uniforme y con el dedo en el gatillo de su kalashnikov: su nombre es Peter Malual. “No sé qué será de ellos -apunta Peter, mientras los señala con el dedo-. Soy el único que protege a todos estos ancianos, mujeres y niños. Los hombres, o bien se fueron a la guerra, o han muerto”. El soldado se ajusta la boina a su cabeza, da una palmada a su fusil y sentencia: “Pero si alguien viene con ganas de pelea, la encontrará”.

Juba, capital de Sudán del Sur, acogió la firma del acuerdo de paz entre Riek Machar y Salva Kiir. La Unión Africana y la ONU vienen presionando a ambos líderes desde que comenzó el conflicto para que pongan fin a las hostilidades. Uhuru Kenyatta y Yoweri Museveni, presidentes de Kenia y Uganda, y Haile Mariam Desalegne, primer ministro de Etiopía, asistieron al acto para manifestar su respaldo al proceso. Salva Kiir manifestó sus dudas a estampar su rúbrica: “Somos reticentes, pero firmaremos el documento”.

La frase del presidente sursudanés despertó la inquietud entre las autoridades asistentes al acto: en los últimos años, Kiir y Machar han alcanzado varios acuerdos de paz que al día siguiente morían bajo los disparos de sus hombres.

El hambre endémica, mientras tanto, sobrevuela la región, una de las más pobres del mundo. El país, que es también el más joven, firma las bases para mirar al futuro y cerrar las heridas del pasado; de una guerra que los habitantes de Adior califican como un “sinsentido” y a la que decidieron enterrar con el abrazo entre dinka y nuer.

La firma de paz entre Salva Kiir y Riek Machar abre las puertas a un futuro sin guerra en el país más pobre del mundo. (G. ARALUCE)


Reportaje publicado en EL ESPAÑOL. el 29 de agosto de 2015. 

miércoles, 12 de agosto de 2015

La mirada de Kenia

"Hay un camino entre los ojos y el corazón que no pasa por el intelecto", Gilbert Keith Chesterton.




















lunes, 29 de junio de 2015

Los hijos del ébola

El ébola ha reabierto las heridas de la guerra que comenzaban a cicatrizar en Guinea, Sierra Leona y Liberia. Más allá de las víctimas e infectados, el virus ha acentuado las injusticias sociales. Los que más las padecen: los niños y los jóvenes.



Los hijos del ébola from Gonzalo Araluce on Vimeo.

jueves, 28 de mayo de 2015

El silencio de la muerte

Un niño pasea por un arrabal de las afueras de Freetown, Sierra Leona. (G. ARALUCE)


Cuando la guerra llama a las puertas de sus casas, los africanos abrazan a los niños, les ofrecen refugio entre sus brazos y, como si de un acto reflejo se tratase, les tapan con fuerza los oídos. Tratan de amortiguar el estruendo de los bombardeos, las ráfagas de los fusiles, la angustia de los vecinos. La historia reciente de Sierra Leona está escrita por héroes anónimos: padres -y sobre todo, madres- que, en el transcurso de una guerra civil todavía demasiado reciente, entregaron su vida para proteger a sus hijos. Pero, ahora, el país entero combate a un enemigo todavía más feroz, invisible y presente en todas partes. No existen manos para proteger los oídos de un silencio tan ensordecedor como el del ébola. 

En Freetown, la capital del país, la batalla se lucha calle por calle, casa por casa. El Gobierno de Ernest Bai Koroma ha decretado un toque de queda de 72 horas en un intento desesperado por limpiar las calles de cadáveres y, así, frenar los focos de contagio. Tan sólo los soldados recorren los barrios de una ciudad irreconocible, cubierta por un silencio de muerte. En algunos rincones, aquí y allá, se escuchan además los pasos descalzos de unos niños que no tienen brazos que los protejan, huérfanos por culpa del virus: son los llamados hijos del ébola. Estos niños arrastran su breve existencia por una ciudad que los desprecia: nadie quiere acercarse a ellos por miedo al contagio. Hambrientos y perdidos, muchos caen en las mafias de la mendicidad. 

Pero otros, los menos, son rescatados por las patrullas de Don Bosco. Son salesianos -religiosos o voluntarios- que buscan entre los lugares más pobres para dar con los niños desprotegidos. “Duermen en las mesas de los mercados o en las salas de cine, que les ofrecen un rincón a cambio de limpiarlas”, cuenta Ubaldino Andrade, director de una de las comunidades salesianas en Sierra Leona. “A veces nos reciben con miedo -explica-, pero algunos han oído hablar de nosotros y nos acompañan. ¡Tienen tan poco que perder!”. 

En el centro Don Bosco de Freetown se escuchan las risas de los niños. Mientras impera el toque de queda, los responsables del centro han preparado un programa de actividades para romper esa quietud de muerte. Matemáticas, inglés y ciencia por las mañanas; juegos, charlas y reuniones por las tardes. Los adultos hablan con los más de 200 niños, con edades entre 4 y 17 años; comparten sus inquietudes y los abrazan con palabras de cariño. 

Esa cifra -la de 200 niños- podría pasar inadvertida en esta tragedia de magnitudes inabarcables: hasta el momento, y según las cifras que maneja la ONU, más de 10.000 personas habrían perdido la vida en África Occidental bajo los envites del virus; pero basta con recorrer las zonas rurales de Sierra Leona, Liberia o Guinea -allá donde no llegan las estadísticas- para comprender que la cifra real fácilmente duplicaría aquellas estimaciones. 

Pero en el centro Don Bosco no ceden al desaliento. Allí, las palabras “salva a un niño y salvarás al mundo” adquieren un significado pleno: los misioneros salesianos los protegen de la calle, buscan familias de acogida y los arrancan de ese silencio de muerte. Con todo, los salesianos se reconocen desbordados: “Ojalá pudiésemos atender a más huérfanos -lamenta Andrade-, pero no tenemos medios para ello”. 

En las últimas semanas, las autoridades sanitarias de Liberia y Guinea han frenado el avance del virus. En Sierra Leona, por el contrario, los esfuerzos se centran en concienciar a la población de que no hay que bajar los brazos ante el ébola; que este enemigo, invisible y silencioso, todavía tiene fuerza para dar zarpazos mortales.

Texto publicado en el ejemplar de mayo de la revista de Misiones Salesianas

viernes, 15 de mayo de 2015

El hilo de la vida



Pocas veces la trastienda de una fotografía encierra una historia como la que ganó el World Press Photo en 1980. 

Por entonces, Uganda arrastraba las heridas abiertas por Idi Amin, dictador recordado por su crueldad y sed de sangre: bajo su mandato, que se prolongó desde 1971 hasta 1979, el régimen ugandés asesinó a entre 100.000 y 500.000 personas. Idi Amin fue depuesto en 1979 tras lanzar un ataque contra Tanzania que fracasó estrepitosamente y, durante más de un año, varios presidentes provisionales trataron de restaurar, con mayor o menor éxito, la democracia en Uganda.

Fueron los meses del silencio.

Durante aquella guerra kamikaze contra Tanzania y su posterior deposición, decenas –quizá cientos– de periodistas trataron de flanquear aquella muralla natural que constituyen las enormes cumbres que rodean Uganda. Ébano, de Kapuscinski, refleja esta historia con detalle. 

Tras la pasión informativa inicial, muy pocos se preocuparon por lo que ocurría con las migajas de aquel país agonizante: las huelgas del acero en el Reino Unido, las negociaciones entre Breznev y Carter sobre la retirada soviética de Afganistán o la crisis de los rehenes en Irán eran los temas candentes en las páginas de internacional de los periódicos; en África, además, Samuel Doe tomaba el poder en Liberia tras un golpe de Estado. Poco espacio quedaba para la hambruna que, vestida con sayo y armada con una guadaña, arrancaba miles de vida en Uganda.

Mike Wells era un joven fotógrafo dispuesto a retratar lo que estaba ocurriendo allí. 

Como otros muchos compañeros de profesión de aquella época, Wells comenzó su carrera como asistente de fotografía. Era británico, tenía 19 años y un saco de inquietudes. Aprendió las técnicas necesarias para manejar una cámara, y comenzó a trabajar como freelance en 1974. Tras publicar varios reportajes, Save The Children UK se fijó en su trabajo y, en 1980, le propuso viajar a Uganda para “dar voz a los sin voz” (expresión que un par de décadas más tarde utilizaría un periodista español para definir el por qué de su trayectoria).

El escenario que se dibujaba ante los ojos de Mike Wells no debió resultar fácil de asimilar. En varias entrevistas –las pocas que concedió– admitió los desvelos que le supuso fotografiar la fragilidad de aquella existencia; la más mínima perturbación, apenas una brisa de viento, podría ser suficiente para despojar a aquellos seres humanos de lo único que parecía quedarles: su último aliento.

Mike Wells tomó muchas de sus fotografías en la región de Karamoja, una de las más afectadas por la crisis. Debió sentir la responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias y mandó algunas de sus instantáneas a varias publicaciones. 

No hubo nadie que estuviese especialmente interesado en aquellas fotografías”, explicaría Wells, tiempo después, a la revista Holland Herald

Cinco meses más tarde, la revista Life ilustraba su portada con el trabajo del fotógrafo británico. La imagen, por su sencillez, resultaba desoladora: la mano de un misionero sostenía la de un niño ugandés; el pequeño estaba tan demacrado que, en verdad, parecía que el religioso sostenía el hilo de su vida.

Con esta imagen, probablemente la más sencilla en aspectos fotográficos que Wells capturó en su carrete, el mundo volvió a centrar su atención en Uganda.

La revista Life, sin que el reportero lo supiera, presentó la imagen al World Press Photo. Y ganó.

Aquello despertó las tribulaciones de Mike Wells, contrario a que se premiasen imágenes que reflejasen tales injusticias humanas: “No parece muy inteligente ganar premios con fotos de gente muriendo por desnutrición”, explicaría el reportero en la entrevista publicada por Holland Herald. “Además, Life no actuó bien –añadió–. Guardaron aquella fotografía durante cinco meses antes de publicarla. Hacer eso, mientras la gente está muriendo de hambre, está mal. El niño de la imagen ya está indudablemente muerto”.

Tras la vorágine que le supuso a Mike Wells ganar el World Press Photo, siguió trabajando como fotógrafo, en un recorrido que prefiere mantener al margen de aquel galardón. Apenas ha concedido entrevistas y en su página web (http://mwellsphoto.com/) es imposible encontrar ninguna referencia a aquella instantánea que dio la vuelta al mundo.




Otra entrada que quizá le podría interesar: El niño y el buitre.

miércoles, 22 de abril de 2015

Nómadas del desierto

"No me digas lo viejo que eres, o lo bien educado que estás; dime cuánto has viajado y te diré cuánto sabes".

La siguiente colección de fotografías fue tomada en el Atlas marroquí, región árida en verano y cubierta por la nieve en invierno. Nada crece en ellas. Los protagonistas de las imágenes, pastores nómadas, miran las tierras yermas que los rodean, se llevan las manos a los ojos para protegerse del sol y sonríen: "Este es nuestro hogar".













© Todas las fotografías y sus derechos pertenecen a Gonzalo Araluce.

lunes, 6 de abril de 2015

Demonios en Sudán del Sur: señores de la guerra y tráfico de armas

Países como China o Sudán arman al Ejército y a los rebeldes en uno de los conflictos más duros de toda África. Los señores de la guerra, como Joseph Kony, se refugian en las zonas selváticas y causan estragos entre la población civil. Los yacimientos de petróleo, enclaves estratégicos en la contienda.

Los campamentos de los cattle keepers son nómadas. Los niños conviven a diario con las vacas, a las que protegerán con su vida. (Foto: Araluce)

“Son el demonio”, asegura Ayor Manyer, una mujer que, según apunta, tendrá unos sesenta años. En su larga vida –la esperanza media de Sudán del Sur es de 55 años–, ha recorrido buena parte del país, siempre huyendo de la guerra. Ahora vive en Nyang, en la conflictiva región de Lakes. “Los demonios –apunta Ayor, en referencia a los señores de la guerra– no tienen ningún escrúpulo. Llegan, arrasan con lo que se encuentran y nos destrozan la vida, si no nos la quitan directamente. A nosotros no nos queda más remedio que escapar”.

Ayor vive con su prima, Yer, y su sobrina, Akod. A su cargo tienen a diez niños. Cuando se les pregunta sobre cómo se ganan la vida, se encogen de hombros y tardan un rato en responder. En su haber disponen de una olla en la que cocinan la poca comida que tienen sus vecinos. Ellas, a cambio, se llevan un bocado o dos. Así sostienen la frágil existencia de los niños y la suya propia. “Nada iría tan mal si no hubiese tanta violencia”, apunta Ayor. “Antes era la guerra con Sudán –recuerda–. Pronto llegaron los demonios y ahora estamos en guerra entre nosotros mismos”. 

Ayor Manyer, de unos sesenta años, ha pasado su vida huyendo de la guerra y de los demonios –señores de la guerra–. (Foto: Araluce)


Durante siglos, antes incluso de que existieran las actuales fronteras, los sursudaneses han sufrido un conflicto permanente con sus vecinos del norte. Después de haber alcanzado la independencia en 2011, el país se sumió en una guerra de poder en la que dos generales poderosos –Salva Kiir y Riek Machar– utilizan a las tribus a las que pertenecen –dinka y nuer– para hacerse con el control del Gobierno. Sus soldados, no obstante, combaten a ráfagas: son hombres a sueldo que, cuando dejan de recibir su jornal –algo frecuente por los problemas de corrupción–, abandonan las posiciones defensivas o se dedican al pillaje. 

Aguerridos y fuertes, el Gobierno de Salva Kiir y los rebeldes de Riek Machar han encontrado en los cattle keepers unos poderosos aliados para defender sus fronteras. Los cattle keepers –cuya traducción literal significaría “ganaderos”– representan la casta más antigua y, en cierta medida, poderosa del país. En Sudán del Sur, matar a un hombre sin justificación está penado con tres meses de prisión y el pago de 31 vacas a la familia del asesinado; los matrimonios, igualmente, se conciertan con un número de vacas que depende de la posición social y de los atributos físicos de la casamentera. 

Nómadas, de más de dos metros de altura y supervivientes en las condiciones más extremas, los cattle keepers no temen a la muerte; sólo a que les roben sus vacas. “Si no lucháis, vendrán a por vuestro ganado”, invocan unos y otros, a la vez que les reparten armamento pesado. 


Los campamentos de los cattle keepers son nómadas. Los niños conviven a diario con las vacas, a las que protegerán con su vida. (Foto: Araluce)


¿De dónde procede todo ese arsenal? El Gobierno compra las armas a los principales productores mundiales: fundamentalmente a China, quien también tiene derecho a la explotación de los yacimientos de petróleo sursudaneses. Norinco, empresa fabricante de material de defensa chino y de propiedad estatal, sería uno de los principales suministradores de armas, según denuncia Amnistía Internacional.

Sin embargo, la ONU amenaza con el embargo de la venta de armas si el Ejército de Salva Kiir sigue violando algunos de los derechos fundamentales y atacando a la población civil. 

Los rebeldes, por el contrario, acuden al mercado negro: a pesar de pagar un precio más elevado, las tropas de Riek Machar no encuentran aquellas amenazas de embargo de la ONU. Investigaciones recientes de firmas como Conflict Armaments Research confirman lo que es un secreto a voces: Sudán, el tercer país africano en industria armamentística, vende parte de su producción a los rebeldes sursudaneses. De este modo, el Gobierno de Jartum contribuiría a mantener vivo el conflicto, evitando la construcción de nuevos oleoductos y, así, seguir refinando en exclusiva el petróleo de Sudán del Sur. 

Pero los rebeldes no son los únicos que recurren al mercado negro para comprar armas: este escenario de pobreza y conflicto es el propicio para el nacimiento de nuevos señores de la guerra. Con un puñado de hombres bajo su mando, estos personajes recorren las zonas más aisladas del país atemorizando a la población civil. Tratan de controlar los accesos a los yacimientos petrolíferos y saquean los campos de refugiados para llevarse la ayuda humanitaria y después revenderla.

Según investigaciones de los grupos Enough Project y The Resolve, los señores de la guerra encontrarían su refugio en la región conocida como Kafia Kingi, que une República Centroafricana, Sudán y Sudán del Sur. Joseph Kony, líder del Ejército de Resistencia del Señor –al que se le atribuye el secuestro de niños para usarlos como soldados o esclavos sexuales y que protagonizó una campaña viral lanzada en 2012 por Invisible Children–, se oculta frecuentemente en esta zona selvática de acceso imposible. 

“¿Joseph Kony? Me suena su nombre –Ayor Manyer, que en su vista cansada parece contener la historia de África, busca entre sus pensamientos para encontrar la experiencia que le une con el nombre de Kony–. Sí, cuando vivíamos en el norte escapamos una vez porque decían que venía. Resultó ser falso, pero algunos familiares se han encontrado con él y dicen que es uno de los peores demonios”.

El contexto sursudanés no podría ser más propicio para el nacimiento o fortalecimiento de estos señores de la guerra: el diez por ciento de la población (1,4 millones de personas, sobre los 11,3 totales) vive desplazada o refugiada, y la estructura de Gobierno es tan débil que, en las regiones más aisladas, la ley del más fuerte se impone a todas las demás. 

Mamer Garang, de 42 años, está dispuesto a morir para proteger sus vacas; Gobierno y rebeldes han acudido a los cattle keepers para proteger sus fronteras. (Foto: Araluce)


Y, precisamente, en muchos de esos lugares, los más fuertes son los cattle keepers, a los que el propio Gobierno y los líderes rebeldes han armado. “¿Que qué hago si vienen a por mis vacas?”, pregunta Mamer Garang, incrédulo. Desde que tiene uso de razón, su vida ha girado en torno al ganado. Siendo prácticamente un niño, su padre le cedió una de sus vacas para criarla y crecer con ella. Se alimenta casi en exclusiva de su leche y, en ocasiones extraordinarias, de su carne. Para Mamer, su rebaño, compuesto por una veintena de animales, está por encima de sus dos mujeres y de sus siete hijos. “Si alguien quiere llevárselas, o mato, o me matan, por supuesto”, responde sin pensárselo.

La lógica sobre la que se rige la vida de Mamer es la norma suprema de los cattle keepers: desde hace siglos, han protegido sus rebaños por la fuerza. Antes lo hacían con lanzas y ahora lo hacen con rifles AK-47. Aunque no es lo habitual, a menudo causan estragos cuando visitan los mercados, venden alguna cabeza de ganado y se abandonan al alcohol. La población, indefensa y frágil, queda expuesta a los caprichos de estos hombres armados, que ya han visto la muerte demasiado de cerca.

El Gobierno de Salva Kiir, en un intento de reconducir conducta de los cattle keepers, ha prohibido la venta de alcohol en el país. En los mercados, no obstante, es sencillo encontrar bebidas caseras fermentadas; mercados como el de Mapourdit, localidad en la que vive Mamer, levantada por refugiados de la guerra hace apenas diez años. 

Mercado de Mapourdit, donde los hombres armados consiguen un alcohol casero fermentado. (Foto: Araluce)


Ahora viven allí unas 10.000 personas cuya seguridad la salvaguardan unos pocos soldados y policías. En la plaza central del pueblo se encuentra la cárcel: un viejo contenedor de metal abrasado por el sol donde encierran a los presos. Los delitos habituales, cuentan los agentes, son las peleas, asesinatos y robos.

Cae la noche en Mapourdit y los cattle keepers se retiran con sus vacas y sus familias a sus campamentos nómadas. En el corazón de la ciudad se escuchan disparos: son los policías, aquellos que deben proteger a la población, los que ahora están borrachos. Celebran su estado de embriaguez descargando sus fusiles al ritmo de cualquier música. Las mujeres y los niños, acostumbrados a la violencia, se retiran en silencio a sus casas, huyendo de las balas perdidas. 


Reportaje publicado en El Confidencial.

lunes, 9 de marzo de 2015

Kadula; un día en el lugar más pobre del mundo

No hay otro país con mayores carencias que las de Sudán del Sur. De sus ocho millones de habitantes, la mitad son refugiados o desplazados. En Kadula viven 1.500 personas que confían su existencia en el funcionamiento de un pozo.

Los buitres merodean el campamento de Kadula. (G. ARALUCE)


Cuando el fotoperiodista Kevin Carter tomó la imagen de un niño desnutrido, al borde de la muerte y acechado por un buitre, Sudán del Sur atravesaba una de las peores hambrunas que ha conocido el hombre en los últimos siglos. Los más débiles –siempre niños, mujeres y gente mayor–, se recogían en sus propios huesos para esperar la inevitable visita de la muerte. Carter conmocionó al mundo con una instantánea que reflejaba el sufrimiento de millones de personas. Han pasado 21 años desde entonces y la situación actual no ha cambiado demasiado.

Amanece en Kadula. Helena Kual, de 32 años, se frota los ojos y mira a su alrededor. El interior de su vivienda, una chabola construida con plásticos y escombros, todavía permanece en una suave penumbra. En el suelo se distinguen ocho bultos: son sus hijos, semidesnudos, con las costillas silueteadas en el torso. Avisa al mayor de ellos y éste, a los demás. Los muchachos, sin mediar palabra, recogen unos maltrechos bidones de plástico y enfilan el camino que les conduce hasta el pozo que abastece a este campo de refugiados, ubicado en la región de Lakes y en el que viven alrededor de 1.500 personas.

Sudán del Sur es el país más pobre del mundo: el 90% de su población vive con menos de un dólar al día y la esperanza media de vida es de 55 años, según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Su economía se sustenta en los yacimientos de petróleo que, a su vez, son objeto de disputa de las multinacionales o de los señores de la guerra. Además, el país atraviesa un conflicto civil en el que Salva Kiir y Riek Machar, presidente del Gobierno y líder de la oposición, luchan por el poder. Para muchos, alcanzar un día más con vida supone toda una demostración de fuerza.

Pero los habitantes de Kadula se encomiendan a una fragilidad todavía mayor. En su entorno, hostil, apenas hay vegetación. Si la guerra avanza hasta su territorio, no tendrán donde refugiarse. Tampoco hay qué plantar o animales a los que cuidar. Su única fuente de ingresos proviene de la explotación de un carbón rudimentario que elaboran durante semanas y malvenden en la próxima localidad de Yirol.

Los habitantes de Kadula sobreviven gracias a la venta de un carbón rudimentario que preparan con sus propias manos. (G. ARALUCE)



Extraños en su propia tierra
Los vecinos de Kadula no tienen ni tierra, ni identidad. Son exiliados en su propio país. Sursudaneses que, durante la guerra que se prolongó durante medio siglo con sus vecinos del norte, huyeron a Jartum. Durante décadas fueron asentándose en la capital de Sudán: la mayoría vivía en condiciones lamentables, pero al menos lo hacían en paz; otros, los menos, abrieron algún negocio y prosperaron económicamente.

Cuando Sudán del Sur alcanzó la independencia en 2011, el Gobierno de Jartum expulsó a los sursudaneses de su territorio. Estos malvendieron sus posesiones en previsión del largo viaje que, a pie, recorrerían hasta sus aldeas natales: más de 1.500 kilómetros perseguidos por el hambre y la enfermedad, con el único anhelo de reencontrarse con aquellos a los que recordaban por amigos y familiares.

Pero, cuando alcanzaron la meta, sus deseos se dieron de bruces con la realidad. La hambruna crónica que asolaba Sudán del Sur golpeaba con fuerza y la gente no tenía qué llevarse a la boca. Así, alimentar a esa masa famélica procedente de Jartum era, cuanto menos, imposible.

“No teníamos dónde ir y, vagando de un sitio a otro, por fin nos asentamos en Kadula”, lamenta Helena Kual. La mujer aguarda en los exteriores de su vivienda. El escenario que se dibuja ante sus ojos no es el de un campo de refugiados al uso, en el que las chabolas se agolpan una junto a la otra; en Kadula, los chamizos salpican un vasto espacio cubierto por basura y desechos.

La acumulación de basura es uno de los problemas que afectan al campo de refugiados de Kadula. (G. ARALUCE)



El infierno de la estación seca
Los hijos de Helena llegan un par de horas más tarde con los bidones cargados de agua. Ríen y gastan bromas. La madre también sonríe, agradecida de que el pozo funcione un día más: “En la época de lluvias no hay problema de abastecimiento -explica la mujer-. Pero ahora, que es la estación seca, es fácil que los pozos también se sequen”. Si eso ocurre, la gente enferma; si enferman, mueren. Esa es la única ley que rige en Kadula. Además, ante la escasez de lluvias, los campos no tardan en secarse y agrietarse: es imposible plantar nada. “Por lo menos no nos mojamos por las noches”, se consuela la madre de los ocho niños, a la vez que señala el tejado de su chabola, compuesto por cuatro plásticos desgastados y una placa metálica.

James, el marido de Helena, bebe del agua que han traído sus hijos y enseguida se marcha. Su única ocupación pasa por recorrer las casas próximas y saludar a sus vecinos. “¿Cómo has dormido? ¿Cómo está tu familia? ¿Estáis todos bien?”, pregunta con insistencia. En un lugar como Kadula, estas cuestiones adquieren una trascendencia vital.

Mientras tanto, Helena se echa el peso de la familia a la espalda. Atiende las necesidades de los niños, que al cabo del rato se marchan, descalzos, a deambular por el campo de refugiados. Limpia la vivienda y las inmediaciones; hierve algo de agua y, con suerte, le echa un puñado de arroz.

Llega la hora de la comida -la única del día- y la familia se sienta alrededor de un plato grande que todos comparten. Casi siempre comen en silencio, respetando el turno establecido, como si de un ritual se tratase. Tras rebañar hasta el último grano de arroz, el marido se retira a un lugar tranquilo y sombrío para sobrellevar las horas de más calor. Los niños, en algarabía, se vuelven a marchar: en realidad, son hijos de la comunidad, que los protege y vigila durante toda la jornada.


Helena y James, con seis de sus ocho hijos. (G. ARALUCE)


El sueño de una madre
Helena sigue con la mirada a los pequeños. Suspira. “Mi sueño es que vayan a la escuela, pero es muy difícil”, reconoce con pesadumbre. Las estadísticas respaldan su afirmación: según UNICEF, tan sólo la mitad de los niños de Sudán del Sur están escolarizados. Pero las estadísticas no caben en un lugar como Kadula. Si en el resto del país muere una de cada siete mujeres en el parto, en este campo de refugiados sólo cabe una aproximación: “Muchas”, aseguran sus vecinos.

Por la tarde, Helena se reúne con algunas mujeres del campo de refugiados. A la sombra, charlan y ponen en común los últimos rumores que han escuchado: desde los cotilleos de la comunidad, hasta las últimas novedades sobre la guerra civil que asola el país y que enfrenta a las dos tribus mayoritarias: los nuer y los dinka. “Dicen que los nuer están llegando”, comenta una mujer. “Pues si es así, no sé dónde nos esconderemos”, responde Helena, apesadumbrada. 

Cae la noche y las familias regresan a sus casas. Los niños de Helena, mal alimentados, se tienden exhaustos sobre el suelo. La mujer extiende una estera sobre la que dormirá con James: “Al menos tengo a mi marido, que nos protege -susurra Helena-. Muchos de los hombres han muerto en la guerra, o se fueron y no volvieron. Tengo a toda mi familia junta en Kadula; no es el mejor lugar, pero no tenemos otro lugar al que ir”.




Reportaje publicado en El Confidencial.