jueves, 28 de mayo de 2015

El silencio de la muerte

Un niño pasea por un arrabal de las afueras de Freetown, Sierra Leona. (G. ARALUCE)


Cuando la guerra llama a las puertas de sus casas, los africanos abrazan a los niños, les ofrecen refugio entre sus brazos y, como si de un acto reflejo se tratase, les tapan con fuerza los oídos. Tratan de amortiguar el estruendo de los bombardeos, las ráfagas de los fusiles, la angustia de los vecinos. La historia reciente de Sierra Leona está escrita por héroes anónimos: padres -y sobre todo, madres- que, en el transcurso de una guerra civil todavía demasiado reciente, entregaron su vida para proteger a sus hijos. Pero, ahora, el país entero combate a un enemigo todavía más feroz, invisible y presente en todas partes. No existen manos para proteger los oídos de un silencio tan ensordecedor como el del ébola. 

En Freetown, la capital del país, la batalla se lucha calle por calle, casa por casa. El Gobierno de Ernest Bai Koroma ha decretado un toque de queda de 72 horas en un intento desesperado por limpiar las calles de cadáveres y, así, frenar los focos de contagio. Tan sólo los soldados recorren los barrios de una ciudad irreconocible, cubierta por un silencio de muerte. En algunos rincones, aquí y allá, se escuchan además los pasos descalzos de unos niños que no tienen brazos que los protejan, huérfanos por culpa del virus: son los llamados hijos del ébola. Estos niños arrastran su breve existencia por una ciudad que los desprecia: nadie quiere acercarse a ellos por miedo al contagio. Hambrientos y perdidos, muchos caen en las mafias de la mendicidad. 

Pero otros, los menos, son rescatados por las patrullas de Don Bosco. Son salesianos -religiosos o voluntarios- que buscan entre los lugares más pobres para dar con los niños desprotegidos. “Duermen en las mesas de los mercados o en las salas de cine, que les ofrecen un rincón a cambio de limpiarlas”, cuenta Ubaldino Andrade, director de una de las comunidades salesianas en Sierra Leona. “A veces nos reciben con miedo -explica-, pero algunos han oído hablar de nosotros y nos acompañan. ¡Tienen tan poco que perder!”. 

En el centro Don Bosco de Freetown se escuchan las risas de los niños. Mientras impera el toque de queda, los responsables del centro han preparado un programa de actividades para romper esa quietud de muerte. Matemáticas, inglés y ciencia por las mañanas; juegos, charlas y reuniones por las tardes. Los adultos hablan con los más de 200 niños, con edades entre 4 y 17 años; comparten sus inquietudes y los abrazan con palabras de cariño. 

Esa cifra -la de 200 niños- podría pasar inadvertida en esta tragedia de magnitudes inabarcables: hasta el momento, y según las cifras que maneja la ONU, más de 10.000 personas habrían perdido la vida en África Occidental bajo los envites del virus; pero basta con recorrer las zonas rurales de Sierra Leona, Liberia o Guinea -allá donde no llegan las estadísticas- para comprender que la cifra real fácilmente duplicaría aquellas estimaciones. 

Pero en el centro Don Bosco no ceden al desaliento. Allí, las palabras “salva a un niño y salvarás al mundo” adquieren un significado pleno: los misioneros salesianos los protegen de la calle, buscan familias de acogida y los arrancan de ese silencio de muerte. Con todo, los salesianos se reconocen desbordados: “Ojalá pudiésemos atender a más huérfanos -lamenta Andrade-, pero no tenemos medios para ello”. 

En las últimas semanas, las autoridades sanitarias de Liberia y Guinea han frenado el avance del virus. En Sierra Leona, por el contrario, los esfuerzos se centran en concienciar a la población de que no hay que bajar los brazos ante el ébola; que este enemigo, invisible y silencioso, todavía tiene fuerza para dar zarpazos mortales.

Texto publicado en el ejemplar de mayo de la revista de Misiones Salesianas

viernes, 15 de mayo de 2015

El hilo de la vida



Pocas veces la trastienda de una fotografía encierra una historia como la que ganó el World Press Photo en 1980. 

Por entonces, Uganda arrastraba las heridas abiertas por Idi Amin, dictador recordado por su crueldad y sed de sangre: bajo su mandato, que se prolongó desde 1971 hasta 1979, el régimen ugandés asesinó a entre 100.000 y 500.000 personas. Idi Amin fue depuesto en 1979 tras lanzar un ataque contra Tanzania que fracasó estrepitosamente y, durante más de un año, varios presidentes provisionales trataron de restaurar, con mayor o menor éxito, la democracia en Uganda.

Fueron los meses del silencio.

Durante aquella guerra kamikaze contra Tanzania y su posterior deposición, decenas –quizá cientos– de periodistas trataron de flanquear aquella muralla natural que constituyen las enormes cumbres que rodean Uganda. Ébano, de Kapuscinski, refleja esta historia con detalle. 

Tras la pasión informativa inicial, muy pocos se preocuparon por lo que ocurría con las migajas de aquel país agonizante: las huelgas del acero en el Reino Unido, las negociaciones entre Breznev y Carter sobre la retirada soviética de Afganistán o la crisis de los rehenes en Irán eran los temas candentes en las páginas de internacional de los periódicos; en África, además, Samuel Doe tomaba el poder en Liberia tras un golpe de Estado. Poco espacio quedaba para la hambruna que, vestida con sayo y armada con una guadaña, arrancaba miles de vida en Uganda.

Mike Wells era un joven fotógrafo dispuesto a retratar lo que estaba ocurriendo allí. 

Como otros muchos compañeros de profesión de aquella época, Wells comenzó su carrera como asistente de fotografía. Era británico, tenía 19 años y un saco de inquietudes. Aprendió las técnicas necesarias para manejar una cámara, y comenzó a trabajar como freelance en 1974. Tras publicar varios reportajes, Save The Children UK se fijó en su trabajo y, en 1980, le propuso viajar a Uganda para “dar voz a los sin voz” (expresión que un par de décadas más tarde utilizaría un periodista español para definir el por qué de su trayectoria).

El escenario que se dibujaba ante los ojos de Mike Wells no debió resultar fácil de asimilar. En varias entrevistas –las pocas que concedió– admitió los desvelos que le supuso fotografiar la fragilidad de aquella existencia; la más mínima perturbación, apenas una brisa de viento, podría ser suficiente para despojar a aquellos seres humanos de lo único que parecía quedarles: su último aliento.

Mike Wells tomó muchas de sus fotografías en la región de Karamoja, una de las más afectadas por la crisis. Debió sentir la responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias y mandó algunas de sus instantáneas a varias publicaciones. 

No hubo nadie que estuviese especialmente interesado en aquellas fotografías”, explicaría Wells, tiempo después, a la revista Holland Herald

Cinco meses más tarde, la revista Life ilustraba su portada con el trabajo del fotógrafo británico. La imagen, por su sencillez, resultaba desoladora: la mano de un misionero sostenía la de un niño ugandés; el pequeño estaba tan demacrado que, en verdad, parecía que el religioso sostenía el hilo de su vida.

Con esta imagen, probablemente la más sencilla en aspectos fotográficos que Wells capturó en su carrete, el mundo volvió a centrar su atención en Uganda.

La revista Life, sin que el reportero lo supiera, presentó la imagen al World Press Photo. Y ganó.

Aquello despertó las tribulaciones de Mike Wells, contrario a que se premiasen imágenes que reflejasen tales injusticias humanas: “No parece muy inteligente ganar premios con fotos de gente muriendo por desnutrición”, explicaría el reportero en la entrevista publicada por Holland Herald. “Además, Life no actuó bien –añadió–. Guardaron aquella fotografía durante cinco meses antes de publicarla. Hacer eso, mientras la gente está muriendo de hambre, está mal. El niño de la imagen ya está indudablemente muerto”.

Tras la vorágine que le supuso a Mike Wells ganar el World Press Photo, siguió trabajando como fotógrafo, en un recorrido que prefiere mantener al margen de aquel galardón. Apenas ha concedido entrevistas y en su página web (http://mwellsphoto.com/) es imposible encontrar ninguna referencia a aquella instantánea que dio la vuelta al mundo.




Otra entrada que quizá le podría interesar: El niño y el buitre.