Como otras mañanas, un grupo
de opotos (hombre blanco en temne) volvían, después de un paseo por
Milla 91, a la Clínica Nuestra Señora de Guadalupe que las Misioneras Clarisas gestionan en el corazón de Sierra Leona. Fuera, los pacientes esperaban su
turno refugiados en la sombra, varias mujeres sostenían a sus bebés enfermos en
brazos, algunos niños vendían los cacahuetes que transportaban en barreños
sobre sus cabezas y Lucy, la enfermera, registraba a los pacientes. Pero algo
no encajaba en aquella escena que ya se había convertido en habitual.
—Seke [Buenos días]
—Seke
—Tope ander-a? [¿Cómo estás?]
Allí estaba. La pieza que no
encajaba estaba arrinconada a la sombra de un banco: un niño de unos ocho o
nueve años con la ropa, el costado y el rostro llenos de arena. Parecía
inconsciente, pero al acercarse a él, los opotos
comprobaron que movía los ojos, aunque no respondía a ningún estímulo.
—Hey! Are you ok? [¿Estás bien?]—le preguntaron, extrañados de que
nadie se preocupara por el pequeño.
—Don’t touch him! [¡No lo toques!]—les gritaron varios pacientes,
mientras algunos se acercaban e intentaban apartarlos por la fuerza; otros,
simplemente, se reían.
Los opotos, desconcertados, se apresuraron a llamar a la hermana
Adriana, responsable de la misión. La monja llegó rápido, dando zancadas, y
enfadada. Sin dudarlo un instante, cogió al niño en brazos y se lo llevó dentro
de la clínica. “Lucy!”, gritó, llamando a la enfermera, que soportó casi sin
inmutarse una sonora bronca por no haber atendido al pequeño. El volumen de la
reprimenda no era un detalle menor: la hermana sólo podía regañar a la
enfermera pero la bronca, en realidad, era para todos los presentes. Las risas
de los pacientes se acallaron de un plumazo.
Hasta que no entraron en la
clínica los opotos no entendieron lo
que acababa de ocurrir. “Epilepsia”, les dijo la hermana Adriana. “A este niño
acaba de darle un ataque y ha convulsionado. Ahora se está recuperando”.
Padecer epilepsia en Sierra
Leona significa sufrir no sólo una enfermedad sino el rechazo de la sociedad.
En las regiones más desarrolladas existe la idea generalizada de que es una afección
contagiosa y que bajo ningún concepto hay que acercarse al enfermo. Sin
embargo, en las regiones rurales, donde la magia negra sigue jugando un papel
fundamental, se cree que son los demonios los que se apoderan del cuerpo del
enfermo y que tan sólo los chamanes son capaces de expulsarlos. Los brujos, con
este pretexto, presionan a las familias para llevarse consigo a los
‘endemoniados’, incluidos los niños, y los convierten en esclavos sexuales.
Aseguran que es la única forma de curarlos.
Para combatir este estigma,
en 1999 se crea la ONG Epilepsy Association of Sierra Leone (EASL). Los
voluntarios que colaboran con ella recorren las villas para concienciar a la
población de la naturaleza de la enfermedad y para administrar medicamentos a
los enfermos. “La prevalencia de la epilepsia es muy alta: existen 6.000 casos
diagnosticados en un país de seis millones de habitantes”, explica Umar Kamara,
enfermero y colaborador de la ONG.
Según EASL, las causas de
esta elevada prevalencia hay que encontrarlas en lesiones en el parto,
infecciones en la infancia causadas por malaria, meningitis o convulsiones
febriles. Además, la guerra civil que asoló el país entre 1991 y 2002 también
tuvo una incidencia directa en esta casuística: las lesiones en la cabeza, ya
sean con armas de fuego o machetes, no hicieron más que multiplicar los casos
de epilepsia en el país
No es fácil arrancar de cuajo
creencias tan arraigadas en la sociedad. Por ello, a los colaboradores de EASL
los suelen acompañar enfermos que cuentan su experiencia en primera persona.
Uno de ellos es Abuhman Kamara. En 1997, cuando tenía cinco años, le
diagnosticaron la enfermedad. Hasta entonces, había sufrido ataques por las
noches sin que sus padres pudieran encontrar una explicación. Hace tres años,
sus padres enfermaron, por lo que la familia no tenía dinero para comprar su
tratamiento. Desde entonces, EASL lo financia a cambio de que el chico, que
tiene 21 años, cuente su experiencia.
El niño epiléptico que había
sido recogido por la hermana Adriana se repuso durante unas pocas horas en una
cama de la clínica de la Virgen de Guadalupe. Cuando los opotos regresaron a la
habitación para ver cómo se encontraba, el joven paciente ya se había marchado
sin dejar ningún rastro.
Entrada escrita por María
Jiménez, autora del blog África en portada, y por Gonzalo
Araluce, del blog Meridiano Cero.
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