"El café era negro como el petróleo y lo había condimentado con varias especias. Lwanga y yo lo agarramos con firmeza y lo bebimos a sorbitos". (Foto: Araluce) |
En Océano África, el periodista Xavier Aldekoa resume en un puñado de líneas todo un ideal de vida, explicando los motivos por los que permanentemente recorre África. En una ocasión, relata el reportero, tuvo que refugiarse bajo un gran árbol en el Congo para guarecerse de una tormenta tropical que no le dejaba ver a más de un metro de distancia. Muy cerca, a unos pocos kilómetros, había un enorme campo de refugiados. Corrió el rumor de que el periodista estaba por allí y muchos se acercaron para contarle sus historias, cada una más terrible que la anterior. Aldekoa, entonces, sacó su libreta y bolígrafo, quizá para aplacar el nerviosismo que le suponía aquella responsabilidad. La escena la presenciaba una niña pequeña con un par de bolsas de plástico atadas en los pies y con un bebé desnudo entre los brazos. “A menudo me preguntan por qué viajo a África –reflexiona Aldekoa en esas páginas–. (…) Viajo a África para explicar que una niña congolesa se ata bolsas de plástico en los pies porque no tiene zapatos”.
Sin haber leído todavía Océano África me adentré, en febrero de 2015, en Kadula, un campo de refugiados de Sudán del Sur. El país, además de ser el más joven del mundo, es el más pobre, según las estadísticas que maneja la ONU. Dos generales feroces, Salva Kiir y Riek Machar, se disputan el poder en una guerra en la que siempre salen perjudicados los más débiles. Kadula, probablemente, sea el lugar más pobre de todo el país.
La gente que habita este desierto de piedras y basura encomienda su vida al funcionamiento de un pozo maltrecho, que suele estropearse con frecuencia. Cuando esto ocurre, la gente enferma; si enferman, mueren. Esa es la ley que gobierna Kadula. Por no tener, no tienen ni identidad: son exiliados en su propio país.
Hace años huyeron de la guerra –Sudán se desangró durante décadas en un conflicto civil entre el norte y el sur, hasta que Sudán del Sur alcanzó la independencia– y se asentaron en Jartum. Cuando Sudán del Sur se proclamó un estado libre, allá por 2011, el Gobierno de Jartum expulsó a todos los refugiados sursudaneses de su territorio. Estos, sin destino, recorrieron a pie 1.500 kilómetros y se asentaron finalmente en Kadula, donde malviven desde entonces.
Durante cuatro o cinco horas, Lwanga –mi traductor– y yo recorrimos ese campamento. La tierra, árida, no permite ningún tipo de cultivo. La gente subsiste gracias a la venta de un carbón rudimentario que elaboran con sus propias manos. Escuchamos muchas historias de guerra y supervivencia: algunas no se pueden contar por respeto a la integridad de esas personas. Se vaciaban en nosotros y sentíamos la difícil responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias. A cada paso que dábamos me iba convenciendo de que se trataba del infierno en la tierra.
Agotados por fuera y por dentro, Lwanga y yo llegamos a un chamizo en el que nos encontramos con un par de sillas de plástico y una mesita de madera cubierta por un tapete de ganchillo. Una mujer semidesnuda y de una edad imposible de descifrar nos invitó a sentarnos y desapareció en la penumbra de su cabaña. Decenas de personas se nos acercaron y, después de sonreírnos y darnos la mano, se iban sentando a nuestro alrededor, en el suelo.
La mujer reapareció con un par de tazas de café en la mano. Nos las entregó y se sentó en medio de aquella improvisada multitud. El café era negro como el petróleo y lo había condimentado con varias especias. Lwanga y yo lo agarramos con firmeza y lo bebimos a sorbitos. No encontramos fuerzas para hablar: sonreíamos por fuera y llorábamos por dentro.
Si en algún momento, como a Xavier Aldekoa, me preguntan por qué viajo a África, contaré la anécdota de Kadula. Buscaré las palabras para decir que hay gente que, en el lugar más pobre del mundo, recibe al visitante con una taza de café. Que África no es sólo dolor y guerra, enfermedad y pobreza; que hay muchas historias de generosidad y hospitalidad que también merecen ser contadas.
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