miércoles, 30 de septiembre de 2015

Lecciones sobre el perdón tras la guerra civil

Muchos niños fueron autores de incontables atrocidades durante la guerra civil de Sierra Leona. Mutilaron a hombres con sus machetes, violaron a mujeres, acribillaron a civiles desarmados… Pero diez años después de que el Gobierno impulsase el Proceso de Reconciliación, el país vive una paz verdadera. Ha perdonado a sus verdugos. Chema Caballero relata las claves del perdón.  

Un grabado en Freetown que representa el proceso de reconciliación. Un hombre mutilado perdona a un rebelde que se postra a sus pies (G. Araluce).

Los niños que llegaban al centro St. Michael habían enmudecido. Nadie dudaba de que supiesen hablar, pero, a su corta edad -todos tenían entre 6 y 18 años-, los crímenes que habían cometido durante la guerra civil de Sierra Leona les pesaban demasiado. En su cabeza escuchaban los alaridos de aquellos hombres a los que habían mutilado con sus machetes, los gritos de las mujeres violadas, el impacto de las balas perforando los cuerpos de los civiles... Sonidos que, debido a las drogas, recordaban más como parte de una pesadilla que de la realidad.

“Así permanecían unos seis meses, hasta que rompían a llorar y se vaciaban. Solo entonces dejaban de mirar atrás y comenzaban a soñar con un futuro”, recuerda ahora Chema Caballero. Él, entonces misionero javeriano, coordinaba el centro St. Michael, instalado en la localidad de Lakka, muy cerca de la capital, Freetown. “Comenzamos con este proyecto en 1999, con la duda de si cabría algún tipo de rehabilitación para estos chicos -explica Caballero a El Confidencial-. Había tratado con algunos de ellos desde que se desató la guerra. Paraban nuestra furgoneta en los check-points que salpicaban la carretera, nos metían el fusil por la ventanilla y nos pedían un balón de fútbol. Nosotros debíamos encontrar un poco de humanidad detrás de todo eso y trabajar con ella”.

Por aquel centro de rehabilitación pasaron más de 3.000 niños, en una convivencia que no siempre resultó fácil. Los vecinos de Lakka -muchos de ellos desplazados por la guerra- veían que aquellos niños, protagonistas de incontables atrocidades, comían tres veces al día y disfrutaban de acceso a juegos y a una educación básica; ellos, por el contrario, tenían las manos vacías y una mochila cargada de sufrimiento. Decidieron tomar la justicia por su mano. Secuestraron a Chema Caballero y se dispusieron a asaltar el centro St. Michael. Los niños, excombatientes rebeldes, liberaron al español y frenaron la arremetida.

“Posiblemente, ese fue el primer momento difícil que tuvimos que atravesar”, reconoce Caballero. Sin embargo, admite que se sintió reconfortado al comprobar que aquellos chicos lo liberaban con el objetivo de que prosiguiese el programa de rehabilitación. “Sentí que algo había cambiado en ellos -explica-, pero no podía imaginar la dimensión de ese cambio hasta que, unos meses después, apareció Sankoh por allí”.

Aquel nombre infundía miedo entre la población. Bastaba pronunciarlo para desatar el temor. Sankoh lideraba una de las mayores facciones de los rebeldes y quería recuperar a aquellos niños que una vez combatieron bajo su mando. Caballero se enfrentó a él y, con un “no sabes con quién te has metido”, logró que el líder rebelde se marchara. “Ningún chico lo siguió”, apunta el español. “Por un momento sentí miedo, pero el resultado fue positivo. Aquella sensación es indescriptible”, añade, emocionado.

Phillipp, guía del Museo de Historia de Freetown, explica una imagen sobre el proceso de reconciliación (G.A.).



El regreso a casa de los niños-soldado
En 2001, comenzaron a llegar algunos rumores al centro St. Michael. A pesar de que no tenían mucho fundamento, cada vez era más frecuente escuchar que los rebeldes estaban sitiados, que las tropas oficiales y las del ECOMOG (una suerte de unión de países de África del Oeste) dominaban el país y que pronto se firmaría la ansiada paz. Esta llegó de forma oficial en enero de 2002 y era el momento de hacer balance: Charles Taylor, presidente del país vecino, Liberia, había hostigado el conflicto para hacerse con el control de las codiciadas minas de diamantes de Sierra Leona, dejando tras de sí un reguero de entre 20.000 y 75.000 muertos, y cientos de miles de desplazados.

La herida era muy profunda y dolorosa, pero los deseos de vivir en paz latían incluso con más fuerza que el rencor y el odio. Así, el Gobierno de Sierra Leona impulsó el Proceso de Paz y Reconciliación, encabezado por una Comisión de la Verdad. No bastaba con echar tierra sobre lo sucedido y mirar hacia otro lado: era necesario saber, profundizar y comprender para no repetir los mismos errores.
Durante dos años, la Comisión de la Verdad elaboró un informe que ahora, comparado con otros proyectos similares, está considerado como uno de los más exhaustivos y acertados. Además, se concertaron encuentros entre excombatientes y víctimas: mientras los primeros pedían perdón y se echaban al suelo en señal de arrepentimiento, los segundos tendían las manos sobre sus cabezas en señal de clemencia. En el Museo de Historia de Sierra Leona, en Freetown, hay varios murales que reflejan esta escena, a la vez memoria del pasado e inspiración de futuro.

Asimismo, el Gobierno prometió a los excombatientes que, a cambio de entregar sus armas, estos recibirían herramientas y formación para desempeñar un oficio. Muchos de los rebeldes, captados desde su infancia, solo sabían más matar para ganarse el sustento. Para ellos, el valor de una vida era el mismo que el de un plato de arroz o un trozo de pan. La mayoría aceptó la propuesta, no sin ciertas reticencias, y comprobó que las promesas eran ciertas.

Hoy, diez años después de que la Comisión de la Verdad presentara su informe, es posible caminar entre las villas de Sierra Leona sin que importe que uno sea Mende o Temne -las dos tribus mayoritarias, enfrentadas durante la guerra civil-, o pertenezca a cualquiera de las otras tribus menores. La mayoría de la población se refiere a aquel conflicto como “no sense” (sin sentido) y, aunque todos tienen historias que contar, prefieren hablar de proyectos y ambiciones. “Ha habido perdón, pero difícilmente se puede hablar de justicia”, considera Chema Caballero. “¿Cómo se puede hacer justicia con esas personas que han sufrido todas las atrocidades de la guerra?”, se pregunta el español.


El nuevo enemigo es un virus
Con lo que la población de Sierra Leona probablemente no contaba era con que, conjuntamente y apenas unos años después de firmar los acuerdos de paz, deberían hacer frente a un nuevo enemigo. Este ha llegado en forma de virus y, por el momento, se ha llevado la vida de unas 2.000 personas en todo el país. No obstante, médicos locales apuntan a El Confidencial que la cifra podría ser mucho mayor, teniendo en cuenta que apenas llegan estadísticas de las zonas más rurales y aisladas.

“Antes de toda esta crisis era más optimista respecto al futuro de Sierra Leona -apunta Chema Caballero-. Tengo mucha esperanza en los jóvenes, pero ahora el país va a quedar muy tocado económicamente. El desánimo de la gente es patente y se revive el miedo al ver a los militares en los check-points. La educación es un privilegio y la sanidad es carísima. Según la Comisión de la Verdad, estos dos puntos fueron causas desencadenantes de la guerra civil y eso no ha cambiado desde entonces. Se ha invertido mucho dinero en formar a profesores y médicos, pero el ébola se está llevando a muchos de ellos”.


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Reportaje publicado en El Confidencial.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

El café de Kadula

"El café era negro como el petróleo y lo había condimentado con varias especias. Lwanga y yo lo agarramos con firmeza y lo bebimos a sorbitos". (Foto: Araluce)

En Océano África, el periodista Xavier Aldekoa resume en un puñado de líneas todo un ideal de vida, explicando los motivos por los que permanentemente recorre África. En una ocasión, relata el reportero, tuvo que refugiarse bajo un gran árbol en el Congo para guarecerse de una tormenta tropical que no le dejaba ver a más de un metro de distancia. Muy cerca, a unos pocos kilómetros, había un enorme campo de refugiados. Corrió el rumor de que el periodista estaba por allí y muchos se acercaron para contarle sus historias, cada una más terrible que la anterior. Aldekoa, entonces, sacó su libreta y bolígrafo, quizá para aplacar el nerviosismo que le suponía aquella responsabilidad. La escena la presenciaba una niña pequeña con un par de bolsas de plástico atadas en los pies y con un bebé desnudo entre los brazos. “A menudo me preguntan por qué viajo a África –reflexiona Aldekoa en esas páginas–. (…) Viajo a África para explicar que una niña congolesa se ata bolsas de plástico en los pies porque no tiene zapatos”.

Sin haber leído todavía Océano África me adentré, en febrero de 2015, en Kadula, un campo de refugiados de Sudán del Sur. El país, además de ser el más joven del mundo, es el más pobre, según las estadísticas que maneja la ONU. Dos generales feroces, Salva Kiir y Riek Machar, se disputan el poder en una guerra en la que siempre salen perjudicados los más débiles. Kadula, probablemente, sea el lugar más pobre de todo el país.

La gente que habita este desierto de piedras y basura encomienda su vida al funcionamiento de un pozo maltrecho, que suele estropearse con frecuencia. Cuando esto ocurre, la gente enferma; si enferman, mueren. Esa es la ley que gobierna Kadula. Por no tener, no tienen ni identidad: son exiliados en su propio país

Hace años huyeron de la guerra –Sudán se desangró durante décadas en un conflicto civil entre el norte y el sur, hasta que Sudán del Sur alcanzó la independencia– y se asentaron en Jartum. Cuando Sudán del Sur se proclamó un estado libre, allá por 2011, el Gobierno de Jartum expulsó a todos los refugiados sursudaneses de su territorio. Estos, sin destino, recorrieron a pie 1.500 kilómetros y se asentaron finalmente en Kadula, donde malviven desde entonces.

Durante cuatro o cinco horas, Lwanga –mi traductor– y yo recorrimos ese campamento. La tierra, árida, no permite ningún tipo de cultivo. La gente subsiste gracias a la venta de un carbón rudimentario que elaboran con sus propias manos. Escuchamos muchas historias de guerra y supervivencia: algunas no se pueden contar por respeto a la integridad de esas personas. Se vaciaban en nosotros y sentíamos la difícil responsabilidad de estar a la altura de las circunstancias. A cada paso que dábamos me iba convenciendo de que se trataba del infierno en la tierra. 

Agotados por fuera y por dentro, Lwanga y yo llegamos a un chamizo en el que nos encontramos con un par de sillas de plástico y una mesita de madera cubierta por un tapete de ganchillo. Una mujer semidesnuda y de una edad imposible de descifrar nos invitó a sentarnos y desapareció en la penumbra de su cabaña. Decenas de personas se nos acercaron y, después de sonreírnos y darnos la mano, se iban sentando a nuestro alrededor, en el suelo.

La mujer reapareció con un par de tazas de café en la mano. Nos las entregó y se sentó en medio de aquella improvisada multitud. El café era negro como el petróleo y lo había condimentado con varias especias. Lwanga y yo lo agarramos con firmeza y lo bebimos a sorbitos. No encontramos fuerzas para hablar: sonreíamos por fuera y llorábamos por dentro.

Si en algún momento, como a Xavier Aldekoa, me preguntan por qué viajo a África, contaré la anécdota de Kadula. Buscaré las palabras para decir que hay gente que, en el lugar más pobre del mundo, recibe al visitante con una taza de café. Que África no es sólo dolor y guerra, enfermedad y pobreza; que hay muchas historias de generosidad y hospitalidad que también merecen ser contadas. 

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Viaje al hospital donde trabajó el misionero español: “Hemos vencido al ébola”

La entrada del hospital de Mabesseneh, en Sierra Leona, donde el misionero Manuel García Viejo luchaba contra el ébola. (Gonzalo Araluce)

Han vencido al ébola. Los trabajadores del hospital de Mabesseneh, en Lunsar (Sierra Leona), celebran el fin de la cuarentena que les ha mantenido aislados durante tres semanas. El centro, en el que trabajaba el misionero español Manuel García Viejo, permanecía cerrado desde la evacuación del religioso. El Confidencial es el primer medio que entra en el lugar, donde el miedo aún flota en el aire.

“¡Enhorabuena, hemos vencido al ébola!”. Néstor Bamboe, misionero congoleño de 33 años, apenas puede contener la emoción. Desde que llegó a Lunsar, un ya lejano 4 de julio, trabajó codo con codo con Manuel García Viejo en el hospital de Mabesseneh. Han pasado tres semanas desde que evacuaron al religioso español y, durante ese tiempo, sus compañeros en la lucha contra el virus, las treinta personas con las que pasó sus últimos días, han permanecido aisladas en la clínica de la orden de San Juan de Dios. Una vez transcurrido ese tiempo pueden considerarse libres de la infección.

La sonrisa de Néstor es sincera, pero se desvanece en pocos segundos… el tiempo que tarda en recordar a su compañero fallecido. “Brother Manuel era un gran hombre –apunta, nostálgico–. Siempre estaba ocupado, trabajando. Nunca habrá otro como él”.

Los pasillos en los que antes trabajaba el misionero español ahora están vacíos. En las habitaciones queda material sanitario y algunos utensilios abandonados, recuerdo de una época reciente y a la vez muy distante. A las puertas del recinto, un hombre oculto detrás de unas rejas saluda al visitante mientras le apunta con un termómetro. Para acceder a las instalaciones la temperatura corporal no debe superar los 37,5 grados.

El sacerdote Michael Koroma, un sierraleonés de 41 años, ha quedado al frente de la misión hasta que se decida si el hospital reabrirá sus puertas. Después de haber pasado por dos cuarentenas, considera “muy complicado” que las autoridades vuelvan a darles permiso para retomar su labor. El religioso se muestra abatido; no ve futuro para Sierra Leona. Cree que no existen los medios para detener una crisis que “supera la peor de sus pesadillas”.

Una fotografía de Manuel García Viejo en la recepción del hospital (G. Araluce).


“Entre médicos, personal de limpieza y de seguridad, hemos perdido a ocho compañeros por culpa del ébola. La muerte que nos dejó un mayor vacío fue la de brother Manuel”, cuenta a este diario.
“Era un gran médico, no sabemos cómo se contagió”.

Los religiosos de San Juan de Dios desplegados en Lunsar reconocen que todavía no han asumido el destino del misionero español. Una fotografía de García Viejo colgada en la recepción del hospital les despierta de su ensoñación, recordándoles que su muerte es real: “Lamentamos informarles de la muerte de nuestro hermano Manuel García Viejo, quien falleció el 25 de septiembre de 2014 –reza la leyenda que acompaña la fotografía–. Descanse en paz”.

El hermano Manuel tenía previsto viajar a España el 25 de agosto para pasar unos días con los suyos. Sin embargo, el cierre provisional de las fronteras de Sierra Leona –un intento del Ministerio de Sanidad del país por contener la propagación del ébola– frustró sus planes. Por ello, el misionero retrasó su partida hasta el 1 de octubre. “Mientras tanto, siguió trabajando en el hospital –recuerda Néstor Bamboe–. No tenía miedo, a pesar de la enfermedad. Él era un gran médico y siempre tomaba las medidas de precaución necesarias. No sabemos qué ocurrió ni cómo se contagió, pero un día comenzó a sentirse mal...”. Su voz se entrecorta y no es capaz de encontrar las palabras para terminar la frase.

Aquello ocurrió el 17 de septiembre. El religioso español, que estaba operando a un paciente, sintió un leve mareo. Tras concluir la intervención, se retiró a su cama y relacionó su malestar con una hipotética malaria. Durante los catorce años que el misionero llevaba en Sierra Leona, y otros veinte que sumaba en Ghana, había padecido esta enfermedad en una treintena de ocasiones y los síntomas eran muy similares. Pero su estado se agravó en cuestión de horas y, dos días más tarde, se confirmó el fatal pronóstico: positivo por ébola.

“El Gobierno de Sierra Leona actuó bien con el hermano Manuel”, asegura el padre Michael Koroma. El misionero fue trasladado inmediatamente a Freetown, donde hay un centro especializado en la atención a pacientes infectados por el virus. “Él no quería marcharse a España”, prosigue Koroma. Su voz resuena en la habitación que antes hacía las veces de recepción: “Quería quedarse en Sierra Leona, pero se lo llevaron porque consideraron que allí tenían más medios para tratarle”.

La habitación del hermano Manuel en la misión de Lunsar todavía sigue intacta. Sus compañeros, aunque han pasado las tres semanas de cuarentena, todavía no se atreven a tocar el material del religioso español. Tienen miedo. “En este cuaderno apuntó sus últimas anotaciones”, explica Michael Koroma mientras sujeta la libreta, no sin antes proteger sus manos con unos guantes de látex. En las hojas del bloc se pueden leer algunas palabras en castellano con su traducción en inglés. “Daba clases de español a los más jóvenes, siempre con mucha paciencia”, recuerda.

Una fotografía de Manuel García Viejo en la recepción del hospital (G. Araluce).


"Si no actuáis, el ébola se convertirá en una crisis mundial"
La situación a la que debe hacer frente el Gobierno de Sierra Leona ha superado todas las expectativas. Durante los últimos años, el país ha ocupado un puesto privilegiado entre los más pobres del mundo, según los informes de la ONU. El escenario médico va acompasado a su situación económica: apenas existen 200 doctores para tratar a una población de siete millones de habitantes. Algunos de ellos han muerto a causa del ébola y otros muchos se han marchado, perseguidos por el fantasma de la enfermedad.

En las últimas semanas, los Gobiernos británico, chino y cubano han anunciado el envío de personal sanitario, pero el país sigue al borde del colapso. El misionero Koroma, ahora al frente del hospital de Mabesseneh, denuncia la falta de un apoyo unánime de la comunidad internacional: “Hace falta que todos se impliquen en esta crisis. España debería ser uno de los primeros países en adoptar medidas, más aun después de las noticias que llegan desde allí (en referencia al contagio de la enfermera Teresa R.R., de 44 años, después de tratar en Madrid al religioso Manuel García Viejo). Si no lo hacen, el problema del ébola traspasará todas las fronteras y se convertirá en una crisis mundial”.

La muerte del misionero español supone, para sus amigos y conocidos en Lunsar, una pérdida “irrecuperable”. “Era un gran médico y cargaba sobre sus espaldas buena parte del trabajo que se llevaba a cabo en el hospital de Mabesseneh”, apostilla la hermana Elisa Padilla, superiora de la congregación de las Misioneras Clarisas en Sierra Leona. Por su parte, José Luis Garayoa, misionero navarro que desempeña su labor en Kamabai, un rincón recóndito de Sierra Leona, califica a García Viejo como su “hermano del alma”. “Fue esa cercanía con la miseria, con la gente y con el pobre la que le contagió el virus”, dice.


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Reportaje publicado en El Confidencial