“El hombre que está sentado frente a ti se llama Sulliman Kande Saidu, responsable del dispensario médico de esta aldea y, al mismo tiempo, superviviente de ébola”. Sus palabras van acompañadas de una gran sonrisa, reflejo de una alegría y un orgullo desbordados. A sus 47 años, Sulliman asegura que ha escuchado a la muerte llamando a su puerta. “Pero le dije que todavía no era mi turno -explica-. ¿Por qué sobreviví cuando otros muchos han muerto? Pude haberme rendido, pero decidí luchar”.
Ahora recorre las villas próximas a la suya -Koindu, al este de Sierra Leona- para concienciar a la gente de la realidad del ébola, una misión que él mismo define como “complicada”. Buena parte de la población todavía cree que el virus es un invento de Estados Unidos para diezmar a la población de África, un castigo divino por sus pecados o una maldición de algún brujo o hechicero. Algunos de los periódicos que se venden en la capital, Freetown, defienden estas hipótesis.
Apenas se habían reconocido infecciones en Sierra Leona cuando Sulliman contrajo la enfermedad. El 30 de mayo, tan sólo cuatro días después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmara la primera muerte por ébola en el país, el sanitario comenzó a sentirse mal. “Ese día sudaba mucho, demasiado, y había escuchado que ese era uno de los síntomas del virus. Un día más tarde, vomité sangre”.
Sin embargo, todavía cabía la posibilidad de que ese malestar estuviera relacionado con una hipotética malaria. “Me hice la prueba del paludismo y dio negativo -relata-. Así que llamé al responsable médico del distrito”. En cuestión de horas apareció una ambulancia procedente de Kailahun, capital de la región. A bordo viajaban varios enfermeros, equipados con máscaras, guantes de látex y un buzo, a quienes la gente llama, con miedo y desprecio, 'la patrulla del ébola'. “Me tomaron una muestra y se la llevaron a Kenema (a 90 kilómetros de distancia). Por entonces, allí estaba el único centro de Sierra Leona que hacía este tipo de análisis”.
Sulliman fue uno de los primeros infectados por ébola en Sierra Leona. (G. ARALUCE) |
Cinco días esperando un diagnóstico
Los resultados tardaron en llegar. Durante cinco días, Sulliman permaneció encerrado en su casa, envuelto por la fiebre, la diarrea y los vómitos, rumiando cómo asumiría el más que probable positivo de las pruebas. “Me preparé mentalmente y, cuando me dijeron que estaba infectado, no me sorprendí”, cuenta. No obstante, una nube le cubre la mirada cuando recuerda ese instante. “Fue muy duro -reconoce-. Nadie puede sentirse bien en un momento así, pero tienes que mantenerte fuerte y aferrarte a tus esperanzas. Esa es la clave de la supervivencia”.
Tras conocer la noticia, Sulliman se marchó por la puerta de atrás de su casa camino de Kailahun, donde desempeñaban su labor los primeros especialistas de Médicos Sin Fronteras (MSF) desplegados en la región. “No le dije a casi nadie lo que me pasaba, ni siquiera a mis padres y hermanas. No quería que llorasen por mí”, recuerda.
Durante su estancia en el centro, Sulliman pasó miedo, pensando en que todo lo que conocía, empezando por su propia vida, comenzaba a teñirse de negro. Pero, muy pronto, la desesperación dio paso a la euforia, al tiempo que su organismo iba venciendo a la enfermedad. La batalla se prolongó durante dos semanas y, finalmente, “tuvo el más feliz de los finales”, según detalla el superviviente. “Pero todavía faltaba saber cómo me iban a recibir en la aldea -agrega-. Llevaba conmigo un certificado que aseguraba que estaba libre de infección, pero la gente tenía miedo. Hasta que los jefes del pueblo y los médicos no me abrazaron en público, fui rechazado por muchos”.
Después de su experiencia, Sulliman vislumbró que su trabajo tenía que estar cerca de los enfermos de ébola y de su entorno. Ahora viaja de poblado en poblado tratando de desarmar los estigmas relacionados con la enfermedad, dando consejos sobre cómo prevenir los contagios. “El ébola es real”, repite constantemente. “Pido a la gente que no tenga miedo, que vayan al hospital tan pronto como tengan síntomas si no quieren que sus seres queridos también se contagien”.
La ciudad del ébola
El escenario que se encontró Sulliman en Kailahun ha cambiado mucho desde su visita como paciente. El campamento improvisado que montaron los operarios de Médicos Sin Fronteras ha dado paso a una pequeña ciudad en la que se erigen decenas de tiendas de campaña. Dos calles recorren el espacio y dividen a los internos en tres categorías: sospechosos, probablemente infectados y casos confirmados.
En total, alrededor de 700 personas han sido trasladadas a este centro. El 40% de ellos ha sobrevivido. “La clave está en la organización”, manifiesta el doctor Javid Abdelmoneim, uno de los trabajadores del campamento. “Les damos antibióticos para descartar cualquier otra enfermedad y cuidamos mucho su alimentación”, explica, a la vez que señala a un grupo de internos que está comiendo. Es mediodía y hace calor.
En total, alrededor de 700 personas han sido trasladadas a este centro. El 40% de ellos ha sobrevivido. “La clave está en la organización”, manifiesta el doctor Javid Abdelmoneim, uno de los trabajadores del campamento. “Les damos antibióticos para descartar cualquier otra enfermedad y cuidamos mucho su alimentación”, explica, a la vez que señala a un grupo de internos que está comiendo. Es mediodía y hace calor.
Los sanitarios, antes de tratar con los infectados, se protegen con botas, buzo, guantes, máscara y delantal. El tiempo corre en su contra. En cuestión de minutos, el vapor que desprende su cuerpo empaña sus gafas y se ven obligados a interrumpir su labor. “Pero este es el único modo de acercarnos a ellos y limpiar sus heridas”, admite Abdelmoneim.
Cementerio de fallecidos por ébola, en las inmediaciones del campamento de Médicos Sin Fronteras de Kailahun. (G. ARALUCE) |
Los infectados, mientras tanto, pasan el tiempo charlando los unos con los otros, compartiendo sus miedos e inquietudes. La mayoría de ellos ha oído hablar de un cementerio improvisado, muy próximo al campamento, en el que entierran a los muertos de ébola. Se trata de un lugar tranquilo, en medio de la vegetación, salpicado por cruces, piedras y palos, dependiendo de si el fallecido era cristiano o musulmán. A pesar de la crudeza del escenario, los familiares expresan su tranquilidad. “Al menos reciben una sepultura digna”, susurra una mujer. No quiere decir su nombre. Tiene miedo del estigma del ébola, de que le den la espalda al regresar a su aldea. “Tengo suerte porque sé dónde han enterrado a mi padre -cuenta-. Otros, ni siquiera saben si sus familiares están vivos o muertos”.
Reportaje publicado el 25 de octubre de 2014 en El Confidencial.
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