jueves, 13 de noviembre de 2014

El sueño

Hay un sueño, o más bien una pesadilla, que me persigue desde que regresé de mi último viaje a Sierra Leona. Me despierta siempre a la misma hora, a la 1.30 de la madrugada, y me mantiene en vilo durante buena parte de la noche. Me inunda el desasosiego. Haciendo un esfuerzo, obligo a mis pensamientos a echar a correr, pero la escena es más rápida que ellos, acosándome una y otra vez.

Sueño con muchos de los niños que conocí. Hay uno al que siempre veo con nitidez: un pequeño de 3 o 4 años, de mofletes regordetes y camiseta negra que vivía en una barriada de Freetown. Se despedía de mí agitando la mano, gritando repetidamente: “Bye bye!”. Podría decirse que es la inocencia en carne y hueso. “Un angelico del cielo”, diría mi abuela.

"Es un niño de 3 o 4 años, de mofletes regordetes y camiseta negra...". G. ARALUCE
En el sueño, noche tras noche, esos niños enferman de ébola. Mi subconsciente les condena invariablemente a esa fatalidad. Y noche tras noche, todavía dormido, me reúno con Dios para pedirle que los acoja junto a Él. Le percibo con nitidez, no con forma humana, pero sí como una sensación que me envuelve. No hay lugar para las dudas de fe o las flaquezas, porque, de algún modo, es mi espíritu el que habla, muy lejos de las fragilidades del cuerpo. “Por favor, ¡abraza a esos niños!”, grito entre sollozos. Me derrumbo sobre mis rodillas, mi cabeza toca el suelo. Insisto en mi conversación: “Perdóname. ¡Sólo Tú sabes si podría haber hecho algo más por ellos! Pero, por favor, escucha mi súplica: salva a esos niños. Ellos son la ingenuidad y la sencillez”. Las palabras “perdón” y “por favor” las repito constantemente, ahogadas por un llanto desconsolado.

Me despierto precipitadamente, con las sábanas revueltas, repitiendo las mismas consignas. Me acorralan las preguntas: Mi trabajo en Sierra Leona, ¿ha sido útil? ¿He cumplido con el objetivo de remover alguna conciencia? Y si es así, ¿esa conciencia sacudida puede cambiar lo que está pasando allí? ¿Podría haber hecho algo más? 

Hay mucha gente buena. De hecho, es posible no haya gente mala, sino malas acciones. El periodista debe acercar a toda esa gente las realidades cercanas, denunciar las injusticias y concienciar de que se puede hacer algo para cambiar el mundo. El reportero Miguel Gil Moreno dio la vida por ello. Precisamente, en Sierra Leona. Quién sabe si, en un futuro, será él quien me ofrezca alguna respuesta a todas esas preguntas. 




"Se despedía de mí agitando la mano, gritando repetidamente: “Bye bye!”. Podría decirse que es la inocencia en carne y hueso...".

Un milagro llamado Henry: el 'niño español' de Sierra Leona

Hay un año de diferencia entre estas dos fotografías. En la primera, la vida de Henry pendía de un hilo. (G.ARALUCE)

La vida de Henry Kamara resume en buena medida la historia reciente de Sierra Leona, un país abatido por la guerra, el hambre y la enfermedad. Nacido fruto de una violación en plena posguerra, su madre, de trece años, le abandonó. Se crio con una prima de su madre en Lunsar, una localidad de 36.000 habitantes ubicada en el distrito de Port Loko. A pesar de la fatalidad de su existencia, Henry podía considerarse afortunado: por las mañanas asistía a la escuela y en su plato nunca faltaba un puñado de arroz. Hasta que un día, jugando a fútbol, tropezó y se rompió el fémur. La herida, abierta, se le infectó y su pierna comenzó a supurar.

En Sierra Leona, al menos sobre el papel, la sanidad es gratuita para los niños menores de cinco años. Henry rondaba los siete cuando sufrió la lesión. Por ello, Henrietta Tonki, la mujer que se quedó a su cargo y a la que el niño llama “abuela”, inició una peregrinación buscando un hospital en el que pudiesen operar al pequeño. Sin embargo, le exigían sumas de dinero que para Henrietta suponían una fortuna. Así, Henry se vio obligado a arrastrar su existencia por Lunsar, apoyando su cuerpo frágil sobre un palo y limpiando con un pañuelo infecto las heridas que le supuraban.

Había pasado un año desde aquel accidente y su vida pendía de un hilo cuando un grupo de voluntarios españoles se cruzó en su camino. Era verano de 2013. Los cooperantes desempeñaban su labor en una clínica que las Hermanas Misioneras Clarisas tienen en una pequeña aldea llamada Mile 91. La hermana Elisa Padilla, madre superiora de la congregación en Sierra Leona, les presentó a Henry sabiendo que “se iban a enamorar de él desde el primer momento”. “Si alguien podía hacer algo por él, esos eran los voluntarios que vinieron desde España”, cuenta.

La mayoría de ellos eran estudiantes de Medicina de la Universidad de Navarra, pero en el grupo también había doctores con muchos años de experiencia a sus espaldas. Tras ver una maltrecha radiografía que Henrietta Tonki había logrado pagar, los médicos dictaron sentencia: “Hay que operarle ya, cortarle la pierna. Si no se hace de inmediato, la infección pasará a su cuerpo y morirá en cuestión de semanas”, apuntó Olga Ramírez, pediatra en el centro de salud Collado Villalba (Madrid). Pero en Sierra Leona, un país con 200 médicos colegiados para siete millones de habitantes, no existían los medios necesarios para llevar a cabo la operación.

Txema Alústiza, radiólogo en el hospital Osatek de San Sebastián y miembro del grupo de voluntarios, no aceptó el aciago destino que le deparaba al niño. Tras regresar a España y apoyado en la ONG Tierra de Hombres, consiguió salvar una odisea diplomática y embarcar a Henry en un avión rumbo a la península. La familia de Txema lo acogió en su casa durante las primeras semanas. El pequeño, acostumbrado a vivir con lo más mínimo, se echaba a bailar al ver que en la ducha salía agua caliente y pasaba las horas escuchando con un iPod canciones de Cat Stevens. En definitiva, sonreía, algo que había olvidado hacer durante el último año.

Henry, en el paseo de la Concha, de San Sebastián, poco después de aterrizar en España. (G.ARALUCE)

Una operación pionera
La historia no tardó en llegar a los oídos del doctor Mikel Sánchez, que colabora desde hacía años con Tierra de Hombres. Sánchez, conocido en el círculo médico como “el mago de las rodillas” –en su historial de pacientes figuran Don Juan Carlos de Borbón, el tenista Rafael Nadal y varios futbolistas, entre otros– asumió los costes de las dos operaciones a las que se sometió al niño: una para extraerle el fémur y todos los focos de infección, y otra para sacarle el peroné e implantárselo donde antes iba el fémur. “Ingeniería médica”, resume Mikel Sánchez al recordar aquellas intervenciones, que se desarrollaron en la clínica Quirón de Vitoria.

Los hechos se iban precipitando y siempre con resultados positivos, pero todavía quedaba saber qué sería de Henry durante el año que iba a pasar en España, entre postoperatorio y rehabilitación. Una enfermera del centro, Cecilia Olabe, se quedó prendada del niño y no tardó en llevárselo consigo a su casa. “Henry ha sido para nosotros un terremoto –apunta Cecilia, acompañada de su marido, Javier Granados y de su hija, María–. Hemos llegado a quererle como a un hijo”.

Por fin llegó junio de 2014, la fecha escogida para el regreso de Henry a Sierra Leona. En el país ya se habían diagnosticado cientos de casos de ébola, pero la crisis del virus no había alcanzado la magnitud actual –según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en este país africano han muerto, al menos, 1.300 personas–. Además, el niño comenzaba a olvidar el temne, idioma local, y lloraba la ausencia de su “abuela” Henrietta. Por tanto, se decidió que lo más consecuente era devolverlo a la tierra que le vio nacer.

Henry duerme en esta habitación con su "abuela". En la casa duermen otros seis niños. (G.ARALUCE)

El regalo de Henry a la hermana Elisa
Henry embarcó en un avión que hacía escala en Casablanca (Marruecos). Mientras pasaba las horas muertas en el aeropuerto, recorrió las tiendas duty-free en busca de una Coca-Cola que llevarle a la religiosa Elisa Padilla, a quien recordaba como una segunda madre. Apenas contaba con unos euros en su bolsillo, pero sabía que, en alguna medida, si seguía con vida era gracias a ella, y quería agradecérselo a su modo. “Durante varios días guardó el refresco en nuestro frigorífico –relata la hermana Elisa–. Yo hice como que no lo había visto y simulé mucha sorpresa cuando me lo dio. Tiene un gran corazón”.

Actualmente, el niño de 10 años vive con su “abuela” Henrietta en Donpa Line, un barrio en el corazón de Lunsar, la misma ciudad en la que desempeñaba su labor el misionero español Manuel García Viejo, muerto en septiembre infectado de ébola. Los primeros casos ya han asaltado algunas viviendas próximas, pero Henry, antes incapaz de sonreír, afronta el futuro con optimismo. “No pasa nada, abuela –le dice a Henrietta, cogiéndola del brazo–. Hay que lavarse mucho las manos y tener cuidado de no tocar a la gente. Vamos a estar bien”.

Henrietta, con Henry y sus "hermanos". (G.ARALUCE)

The Spanish boy, como conocen al pequeño en el barrio, pasa los días jugando en la calle después de que el Gobierno sierraleonés, en un intento por frenar los contagios por ébola, decretara el cierre indefinido de las escuelas. Aunque todavía cojea y no puede correr como lo hacen sus amigos, se ha convertido en el centro de todas las atenciones contando las experiencias que, inventadas o reales, acumuló durante su estancia en España.

“Tenerle entre nosotros es un milagro”, asegura Henrietta Tonki, quien, al mismo tiempo, cuida de otros seis niños a los que Henry llama sus "hermanos". “Echa de menos a sus amigos de España y siempre nos habla de ellos –prosigue Henrietta–, pero está contento de estar de vuelta. Todos dicen que está llamado a hacer algo por Sierra Leona y yo estoy convencida de lo mismo. Es el mismo chico que el que se fue hace un año, pero también es diferente: ahora es feliz”.



Reportaje publicado el 31 de octubre de 2014 en El Confidencial.

Esta fue la 'paciente cero': viaje a la aldea donde se originó el ébola en Sierra Leona




Nyuma Tommy, jefe de la pequeña aldea de Bondu, mueve sus manos desgastadas... (G. ARALUCE)



Todo empezó aquí. Primero se contagió ella, la sanadora, y después fueron enfermando los demás. Mi propia mujer y mi único hijo murieron por culpa del ébola”. Nyuma Tommy, jefe de la pequeña aldea de Bondu, mueve sus manos desgastadas mientras va narrando la tragedia a la que se ha visto sometido su pueblo. Con dolor, el hombre mira al suelo, antes de reconocer que se siente desbordado.  

“Sufrimos el desprecio de mucha gente por vivir en el lugar por el que entró el virus en Sierra Leona –explica–. Pero lo peor es el hambre: desde que todo comenzó, apenas tenemos comida que llevarnos a la boca. La gente no labra los campos y no tenemos dinero ni medios para ir a otras aldeas a comprar sustento. Si esto se prolonga mucho…”.

En las circunstancias actuales, alcanzar la aldea de Bondu es una misión casi imposible. El poblado, ubicado en la región de Kailahun (al este de Sierra Leona), está protegido por varios kilómetros de selva a la redonda. Los guías locales saben descifrar algunas claves, invisibles para el ojo extranjero, que muestran la ruta a través de una red enmarañada de caminos. Pero ahora miran esas pistas con recelo. “Ébola”, es la única explicación que ofrecen tras denegar la petición de conducirte hasta allí. Esa breve explicación esconde, en realidad, el temor a algo sobrenatural.

Nyumma Tommy, jefe de la aldea de Bondu, perdió a su mujer y único hijo por el ébola. Al fondo, la casa en la que vivía la primera mujer infectada por ébola en Sierra Leona. (G. ARALUCE)
Zowe Yawa fue la mujer que, desde Guinea, trajo consigo el virus del ébola. Siguiendo la terminología médica, se la conoce como la paciente cero. Zowe era una reputada traditional healer, lo que literalmente se podría traducir como sanadora; sin embargo, en Sierra Leona, esta profesión requiere profundos conocimientos de magia negra y brujería. Vivía en Bondu, y hasta allí viajaban cientos de personas en busca de alivio físico o espiritual. Ella, a su vez, se trasladaba a otras aldeas colindantes para ofrecer sus servicios.

“Un demonio en una caja”
Un día de abril, recibió el aviso de que un hombre guineano con cierto poder económico y social requería su presencia, aquejado de una “enfermedad que le consumía por dentro”, tal y como relatan los vecinos de Bondu. La sanadora aceptó la invitación y partió a su encuentro. En sus brazos llevaba una caja con una serpiente en su interior: según ella, el animal era, en realidad, un demonio en el que volcar los dolores del paciente.

Este es el camino que enfiló Zowe Yawa para alcanzar Guinea. (G. ARALUCE)


El ritual estaba desarrollándose según lo previsto cuando el paciente, azotado por la curiosidad y aprovechando un despiste de la sanadora, abrió la caja sin el permiso de esta. “¡Un demonio!”, exclamó repetidamente el hombre, atrayendo la atención de sus vecinos, que se agolparon a su alrededor para ver a la serpiente. “¿Qué has hecho? ¿Por qué has abierto la caja? –le espetó indignada Zowe Yawa–. Has desatado una maldición y todos moriremos”. Lo que la mujer probablemente no sabía es que sus vaticinios no tardarían en cumplirse: el propio paciente al que estaba tratando estaba infectado de ébola y ella, en el transcurso de la ceremonia, se había contagiado del virus.

Los vecinos de Bondu, hambrientos, lamentan sufrir el estigma del ébola. (G.ARALUCE)

“Una transmisora masiva del ébola”
“Zowe llegó a su casa y a los pocos días empezó a sentirse mal”, cuenta Nyuma Tommy, el jefe de la aldea de Bondu, a la vez que señala la casa en la que residía la mujer. Un candado impide la entrada a la edificación de adobe, en cuyo interior, aseguran los vecinos, sigue estando la caja con la serpiente. A pesar de sentirse enferma, la sanadora siguió desempeñando su labor durante varios días, contagiando a muchos de sus pacientes. Poco después, murió entre vómitos de sangre.

Su reputación empujó a cientos de personas a su funeral, un ritual que responde a tradiciones ancestrales en las que se manipula el cadáver antes de proceder al enterramiento. Así, los faustos se convirtieron en un foco de infección multitudinario. Según el Ministerio de Salud de Sierra Leona, Zowe Yawa se convirtió en una “transmisora masiva del ébola”. Más de 300 personas de su entorno contrajeron la enfermedad, y diseminaron el virus, a su vez, por toda la región este de Sierra Leona.

Sin embargo, las circunstancias en las que se produjo este primer contagio llevaron a buena parte de la sociedad a creer que las advertencias de la sanadora eran ciertas y que el virus no era tal, sino la maldición que había juramentado antes de morir. Manjo Lamine, de 29 años y profesor en una escuela secundaria de la ciudad de Kailahun (capital de la región con el mismo nombre), relaciona la predominancia de estas creencias populares con un sistema educativo deficitario, especialmente en las zonas rurales: “La gente cree más en ritos que en explicaciones científicas, porque les ofrecen respuestas más sencillas”.

Los habitantes de la aldea de Bondu lamentan el desamparo al que se enfrentan tras la epidemia del ébola en Sierra Leona. (G. ARALUCE)


Fosas comunes profanadas por animales
Para el profesor Manjo, además, hay un factor decisivo que ayuda a comprender las reticencias de la gente para aceptar las versiones oficiales: la falta de planificación. “Es difícil creer lo que te dicen cuando en Makeni, en el cementerio de infectados de ébola, entierran a los pacientes en fosas comunes, descuidando por completo sus tradiciones –considera el profesor–. Además, lo hacen a tan poca profundidad que los perros lo huelen, desentierran los cuerpos y se los comen”.

Apenas pasaron unos días desde la muerte de la paciente cero cuando los hospitales de Sierra Leona recibieron a los primeros infectados de ébola. El 31 de julio, el Gobierno decretó el estado de emergencia, adoptando medidas como el cierre de las escuelas y la prohibición de las reuniones más o menos numerosas, ya fueran en espacios públicos o privados. El Ejército desplegó a sus soldados por las calles y estableció decenas de check-points en las principales rutas. Los niños, que empezaban a mirar al futuro dejando atrás el fantasma de la guerra, ya se han acostumbrado a la presencia de los militares en los pueblos. Desde que se desató la crisis, más de 1.200 personas han muerto en Sierra Leona por culpa del ébola, una cifra que aumenta día a día.



Reportaje publicado el 23 de octubre de 2014 en El Confidencial.

Historia de un superviviente: 'Parte de Sierra Leona cree que el ébola lo inventó EEUU'

“El hombre que está sentado frente a ti se llama Sulliman Kande Saidu, responsable del dispensario médico de esta aldea y, al mismo tiempo, superviviente de ébola”. Sus palabras van acompañadas de una gran sonrisa, reflejo de una alegría y un orgullo desbordados. A sus 47 años, Sulliman asegura que ha escuchado a la muerte llamando a su puerta. “Pero le dije que todavía no era mi turno -explica-. ¿Por qué sobreviví cuando otros muchos han muerto? Pude haberme rendido, pero decidí luchar”.

Ahora recorre las villas próximas a la suya -Koindu, al este de Sierra Leona- para concienciar a la gente de la realidad del ébola, una misión que él mismo define como “complicada”. Buena parte de la población todavía cree que el virus es un invento de Estados Unidos para diezmar a la población de África, un castigo divino por sus pecados o una maldición de algún brujo o hechicero. Algunos de los periódicos que se venden en la capital, Freetown, defienden estas hipótesis.

Apenas se habían reconocido infecciones en Sierra Leona cuando Sulliman contrajo la enfermedad. El 30 de mayo, tan sólo cuatro días después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmara la primera muerte por ébola en el país, el sanitario comenzó a sentirse mal. “Ese día sudaba mucho, demasiado, y había escuchado que ese era uno de los síntomas del virus. Un día más tarde, vomité sangre”.

Sulliman fue uno de los primeros infectados por ébola en Sierra Leona. (G. ARALUCE)
Sin embargo, todavía cabía la posibilidad de que ese malestar estuviera relacionado con una hipotética malaria. “Me hice la prueba del paludismo y dio negativo -relata-. Así que llamé al responsable médico del distrito”. En cuestión de horas apareció una ambulancia procedente de Kailahun, capital de la región. A bordo viajaban varios enfermeros, equipados con máscaras, guantes de látex y un buzo, a quienes la gente llama, con miedo y desprecio, 'la patrulla del ébola'. “Me tomaron una muestra y se la llevaron a Kenema (a 90 kilómetros de distancia). Por entonces, allí estaba el único centro de Sierra Leona que hacía este tipo de análisis”.

Cinco días esperando un diagnóstico
Los resultados tardaron en llegar. Durante cinco días, Sulliman permaneció encerrado en su casa, envuelto por la fiebre, la diarrea y los vómitos, rumiando cómo asumiría el más que probable positivo de las pruebas. “Me preparé mentalmente y, cuando me dijeron que estaba infectado, no me sorprendí”, cuenta. No obstante, una nube le cubre la mirada cuando recuerda ese instante. “Fue muy duro -reconoce-. Nadie puede sentirse bien en un momento así, pero tienes que mantenerte fuerte y aferrarte a tus esperanzas. Esa es la clave de la supervivencia”.

Tras conocer la noticia, Sulliman se marchó por la puerta de atrás de su casa camino de Kailahun, donde desempeñaban su labor los primeros especialistas de Médicos Sin Fronteras (MSF) desplegados en la región. “No le dije a casi nadie lo que me pasaba, ni siquiera a mis padres y hermanas. No quería que llorasen por mí”, recuerda.

Durante su estancia en el centro, Sulliman pasó miedo, pensando en que todo lo que conocía, empezando por su propia vida, comenzaba a teñirse de negro. Pero, muy pronto, la desesperación dio paso a la euforia, al tiempo que su organismo iba venciendo a la enfermedad. La batalla se prolongó durante dos semanas y, finalmente, “tuvo el más feliz de los finales”, según detalla el superviviente. “Pero todavía faltaba saber cómo me iban a recibir en la aldea -agrega-. Llevaba conmigo un certificado que aseguraba que estaba libre de infección, pero la gente tenía miedo. Hasta que los jefes del pueblo y los médicos no me abrazaron en público, fui rechazado por muchos”.

Después de su experiencia, Sulliman vislumbró que su trabajo tenía que estar cerca de los enfermos de ébola y de su entorno. Ahora viaja de poblado en poblado tratando de desarmar los estigmas relacionados con la enfermedad, dando consejos sobre cómo prevenir los contagios. “El ébola es real”, repite constantemente. “Pido a la gente que no tenga miedo, que vayan al hospital tan pronto como tengan síntomas si no quieren que sus seres queridos también se contagien”.
Campamento de Médicos Sin Fronteras, en Kailahun, al este de Sierra Leona. (G. ARALUCE)

























La ciudad del ébola
El escenario que se encontró Sulliman en Kailahun ha cambiado mucho desde su visita como paciente. El campamento improvisado que montaron los operarios de Médicos Sin Fronteras ha dado paso a una pequeña ciudad en la que se erigen decenas de tiendas de campaña. Dos calles recorren el espacio y dividen a los internos en tres categorías: sospechosos, probablemente infectados y casos confirmados.

En total, alrededor de 700 personas han sido trasladadas a este centro. El 40% de ellos ha sobrevivido. “La clave está en la organización”, manifiesta el doctor Javid Abdelmoneim, uno de los trabajadores del campamento. “Les damos antibióticos para descartar cualquier otra enfermedad y cuidamos mucho su alimentación”, explica, a la vez que señala a un grupo de internos que está comiendo. Es mediodía y hace calor.

Los sanitarios, antes de tratar con los infectados, se protegen con botas, buzo, guantes, máscara y delantal. El tiempo corre en su contra. En cuestión de minutos, el vapor que desprende su cuerpo empaña sus gafas y se ven obligados a interrumpir su labor. “Pero este es el único modo de acercarnos a ellos y limpiar sus heridas”, admite Abdelmoneim.

Cementerio de fallecidos por ébola, en las inmediaciones del campamento de Médicos Sin Fronteras de Kailahun. (G. ARALUCE)

Los infectados, mientras tanto, pasan el tiempo charlando los unos con los otros, compartiendo sus miedos e inquietudes. La mayoría de ellos ha oído hablar de un cementerio improvisado, muy próximo al campamento, en el que entierran a los muertos de ébola. Se trata de un lugar tranquilo, en medio de la vegetación, salpicado por cruces, piedras y palos, dependiendo de si el fallecido era cristiano o musulmán. A pesar de la crudeza del escenario, los familiares expresan su tranquilidad. “Al menos reciben una sepultura digna”, susurra una mujer. No quiere decir su nombre. Tiene miedo del estigma del ébola, de que le den la espalda al regresar a su aldea. “Tengo suerte porque sé dónde han enterrado a mi padre -cuenta-. Otros, ni siquiera saben si sus familiares están vivos o muertos”.



Reportaje publicado el 25 de octubre de 2014 en El Confidencial.

Un día más con vida para los niños del ébola

El sonido de las ambulancias resuena como los ecos de una guerra pasada. A bordo, los sanitarios van equipados con trajes especiales y mascarillas, señal inequívoca de que transportan consigo a un contagiado de ébola. Las gentes de Freetown huyen del vehículo, no tanto para permitirle el paso como para no ser alcanzados por las balas de la enfermedad. De pronto, se escucha un estruendo: un furgón de policía ha impactado contra una moto y el conductor de esta ha muerto al instante.

La población, cargada de tensión por la situación que está atravesando, se encoleriza ante el suceso. La capital de Sierra Leona se sacude, víctima de un conflicto contra un enemigo que, aunque no se ve, está en todas partes; ocupa el centro de las conversaciones y ahoga el incipiente crecimiento del país. Freetown libera su guerra particular contra el virus.

Al igual que sucede en cualquier otro conflicto, en la crisis del ébola también hay refugiados. Rondan las calles de la capital, sin rumbo y sin la más mínima certeza de lo que les deparará el futuro inmediato. Muchos de ellos son niños. “No saben siquiera dónde van a dormir o si, a lo largo de la jornada, van a llevarse algo a la boca”, cuenta a este diario Ubaldino Andrade, misionero salesiano, superior de la congregación en Sierra Leona.

Ellos recogen a estos niños, los trasladan al centro Don Bosco de Freetown, les ofrecen una educación y asilo durante once meses y, después, les buscan una familia en la que integrarse. Aunque su labor comenzó tras el conflicto que se libró en el país (Sierra Leona quedó rasgada por una guerra civil que se prolongó desde 1991 hasta 2002), la miseria imperante les empujó a seguir trabajando con los niños de la calle.

El propio Andrade se considera uno de ellos: “Crecí en el seno de una familia muy humilde, en Venezuela, en medio de mucha pobreza. Por eso sé cómo tratarles, las carencias que tienen, que no son otras que el cariño”. El misionero explica que, desde que se ha desatado la crisis del ébola, muchos niños han quedado en una situación de desamparo.

Según las estadísticas que maneja el Gobierno, unos 350 menores han perdido a sus dos padres por culpa de la enfermedad. “Pero hay otros muchos a quienes todo esto también les está afectando, aunque sea de modo indirecto –expresa Andrade–. Hay hogares en los que alguien ha resultado infectado, y eso ha detonando un ambiente de por sí inestable”.

Niños entre desechos en una barriada de Freetown (G. Araluce).
Huérfanos por culpa del ébola
Hassan Brrei es uno de ellos. A sus 18 años, acaba de salir de la cárcel de Freetown después de haber cumplido seis meses de condena por un delito que, asegura, no cometió: un robo. “Perdí a mi padre en la guerra y mi madre murió infectada”, relata el joven. Este último episodio le empujó fuera de su casa, en Makeni, para buscar una vida mejor en la capital. Apenas pasaron unos días cuando fue detenido. El recuerdo todavía le escuece: “En la prisión se vive muy mal. Me hice una herida en el tobillo tratando de escapar de la policía y allí se me infectó”, describe, a la vez que señala el centro penitenciario.

Las instalaciones están dispuestas de tal modo que en su interior caben hasta 300 presos, pero la realidad es que albergan a 1.900 reclusos en unas dudosas condiciones de higiene y salubridad. “Al salir de la cárcel no sabía dónde ir y me dirigí a Don Bosco. Ellos me han acogido y me han prometido que me quedaré con ellos hasta que me recupere de mis heridas y pueda regresar a casa”, describe Hassan Brrei.

Hassan Brei, acogido por los salesianos, resulto herido huyendo de la policía (G. Araluce).
A muy pocos metros descansa Abdullai Lanzana, recostado sobre la fachada de Don Bosco. Él, al igual que Brrei, también acaba de salir de la cárcel, aunque en su caso sí reconoce el delito por el que se le condenó: trapicheo de drogas. “He venido con los salesianos para pedir dinero. Tengo los pies hinchados por culpa de una enfermedad que contraje entre rejas y apenas puedo caminar. Quiero unos pocos leones (la moneda local) para pagar el billete de un autobús que me lleve a casa”, explica mientras masajea sus extremidades inferiores en busca de alivio.

Encerrados durante 72 horas
Sin embargo, desde la institución se descarta la limosna gratuita. “Eso es lo último que necesita la gente de Sierra Leona”, defiende el religioso José Valiplackel, miembro de la comunidad. “Muchas ONG, con buena voluntad, llegan con ese planteamiento –continúa–. Traen desde sus países lo que creen que se necesita aquí, pero ni siquiera llegan a hablar con la gente para ver si es bueno. En lo que realmente hay que trabajar es en la creación de una red sobre la que empezar a construir. No regalarles nada: ellos quieren ganarse su jornal; que se les trate de igual a igual”.

Philip Gbao, también misionero salesiano, respalda las tesis de Valiplackel: “Acogemos a 75 niños en nuestro centro y la crisis del ébola ha afectado mucho a nuestro día a día. Fue especialmente duro cuando el Gobierno decretó una cuarentena general de tres días”. Valiplackel retoma el hilo de su compañero y prosigue: “Nadie podía salir de sus casas y nosotros tampoco, pero les alimentamos y seguimos una rutina de clases y actividades. ¿Si eso nos supuso un importante desembolso económico? Sí, pero no es justo hablar de gasto cuando hablas de seres humanos. Quizá lo más adecuado sea hablar de inversión”.

Niños sierraleoneses frente a la fachada del centro Don Bosco (G. Araluce).
Aunque la labor llevada a cabo desde el centro Don Bosco sea la más representativa, los salesianos abarcan, en Sierra Leona, un campo de trabajo mucho más extenso. En Lungi cuentan con diez escuelas, ahora clausuradas después de que el Gobierno decretara el cierre de los colegios para evitar contagios; mientras, en Bo, trabajan con las aldeas y los campesinos en varios proyectos relacionados con el agua.

En los últimos meses, además, los salesianos han puesto en marcha una campaña de concienciación para explicar a la población el verdadero alcance del ébola y la necesidad de asumir una serie de medidas de protección. Para ello, han habilitado un número de teléfono gratuito en el que la gente les traslada sus dudas e informa de los nuevos casos de posibles infecciones.

Asimismo, han instalado en las ciudades en las que trabajan decenas de contenedores amarillos cargados de agua clorada, mortal para el virus. Ali Bangura y Kasimu Jabi, de 22 y 23 años, salvaguardan uno de estos contenedores a la entrada de una barriada de chabolas de Freetown. “Es fundamental lavarse las manos continuamente –explican–. Eso, y evitar el contacto con la gente”.

La labor que desempeñan los salesianos les ha llevado a ganarse el respeto de la comunidad con la que conviven. En su caso, a diferencia de lo que les ocurre a algunas organizaciones internacionales recién desembarcadas, se les escucha con autoridad y respeto. “Estamos muy agradecidos por su labor”, afirma Sheriff Conteh, de 43 años, quien vive en las inmediaciones del centro Don Bosco.
Muchos médicos se han marchado desde que empezó la epidemia del ébola –prosigue–, pero ellos se han quedado, siendo como un padre para muchos niños sin hogar. Ojalá hubiera muchos sanitarios que siguiesen su ejemplo y vinieran a trabajar sobre el terreno, porque eso, y sólo eso, es lo que necesitamos".


Reportaje publicado el 21 de octubre de 2014 en El Confidencial.

martes, 16 de septiembre de 2014

Una infancia rota por las drogas; el día a día de la frontera de Ceuta

Un sueño desesperado y tergiversado por las mafias de la inmigración empuja a miles de jóvenes subsaharianos a jugarse el tipo para alcanzar tierra europea. “¿Europa es mejor que esto, verdad?”, preguntaba Didier, un chico de 17 años nacido en Bamako, capital de Malí, al periodista Alberto Rojas, en un reportaje publicado recientemente por El Mundo. Es probable que este joven hubiera recorrido a pie miles de kilómetros para alcanzar el monte Gurugú, en Marruecos, donde aguardaba la oportunidad para saltar la valla de Melilla, después de haber salvado una peregrinación insoportable en la que sólo sobreviven los más fuertes. Su historia, no obstante, se pierde en el océano de estadísticas que maneja el Ministerio del Interior de España sobre la entrada irregular de inmigrantes a través de Ceuta y Melilla: en 2013, 4.235 personas lograron su propósito de atravesar la frontera, ya fuera a nado, ocultos en vehículos o saltando la valla; frente a las 23.889 que fueron deportadas cumpliendo con la Ley de Extranjería vigente.

Entre esos datos emergen las imágenes de las pateras a la deriva o de las cuchillas de las vallas, realidades a las que ya se comienza a estar peligrosamente acostumbrado. Pero esos datos también reflejan un escenario infecto de drogas baratas, protagonizada por niños y jóvenes con una vida sin esperanzas.

Ocurre en la frontera ceutí. Cuando cae la luz, decenas de sombras se escurren por el extremo marroquí de la aduana. Los chicos, que en la mayoría de los casos no alcanzan la mayoría de edad, caminan pesadamente entre los vehículos en un ritual que repiten todas las noches. Su mirada está perdida y sus movimientos son pesados. En sus manos llevan una bolsa de plástico que repetidamente se llevan a la nariz. Esnifan pegamento y buscan la oportunidad para ocultarse en los bajos de un camión o autobús y, así, tratar de cruzar la frontera. La droga merma sus sentidos; su torpeza les delata. En la mayoría de las ocasiones, son los propios ocupantes de los vehículos los que se dan cuenta de la operación. “Fuera de aquí”, y los jóvenes abandonan su posición sin inmutar el gesto de sus caras. El efecto de los narcóticos les ha corrompido por dentro. Es posible que esa rutina de intentar camuflarse en un vehículo no responda más que a un acto irreflexivo, reflejo de un sueño roto por las drogas. Se llevan la bolsa llena de pegamento a la nariz y se escurren de nuevo entre las sombras.  

La siguiente serie de fotografías fue tomada en la madrugada del 6 al 7 de agosto.

Un joven trata de colarse en los bajos de un autobús que aguarda en el extremo marroquí de la frontera de Ceuta.

Sus gestos torpes le delatan: en pocos segundos, el conductor del vehículo insta al joven a que abandone el lugar.

El joven hace caso de las indicaciones y se arrastra fuera del autobús.

El joven porta en su mano izquierda una bolsa cargada de pegamento para esnifar.

Tras fallar en su intento, el joven se marcha entre las sombras.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Sierra Leona, entre el ébola y el pánico

"¡El ébola ya está aquí! ¡Rezad, que Dios se apiade de vuestras almas!". Varios coches con altavoces instalados en sus techos recorren las principales localidades de Sierra Leona. El eco de sus consignas resuena en las calles vacías. El Gobierno ha decretado un día de oración contra la enfermedad, y la mayoría de las familias cumplen con el mandato encerradas en sus casas, pidiendo, cada una a su Dios, que el virus desaparezca. Muchos han enterrado ya a sus muertos y temen que les llegue a ellos su turno. Se ha impuesto el toque de queda a partir de las 19.00 horas y basta que cuatro o cinco personas charlen en la calle para que los soldados del Ejército o la Policía los disuelva. En el aire se respira el miedo.
Sala de pediatría del hospital de Mabesseneh, uno de los más
importantes de Sierra Leona. Sus puertas permanecen cerradas por
la crisis del ébola. La fotografía fue tomada hace un año. (Foto: Araluce)
"La situación es desesperada", reconoce la hermana Patricia Domingo, misionera de la congregación de las Hermanas Clarisas, para quien Milla 91, una pequeña aldea de este diminuto país africano, es ya su hogar. Ella regresó a España hace apenas unos días y, aunque en pocas semanas volverá a Sierra Leona, su corazón todavía sigue allí. "Hay mucho, mucho pánico -cuenta, entre lágrimas-. La gente cree cualquier rumor. Ahora dicen que es un virus suministrado por el hombre blanco para diezmar la población. No quieren ir a los hospitales por nada del mundo... ¡Los niños se mueren de malaria por la calle!". La angustia consume a la hermana Patricia, quien, junto con otra religiosa, atiende un dispensario en Milla 91. "Hemos pasado de atender a cincuenta personas cada día a apenas cuatro o cinco. Dan ganas de salir a la calle y gritar: '¡Venid! ¡Que todo el que esté enfermo, venga!'. El otro día casi se muere una mujer en una casa, estaba muy enferma. Su familia lloraba a su alrededor creyendo que tenía el ébola... y no era más que una diarrea. Le dimos medicación y en cuestión de horas estaba perfecta. Es el miedo lo que les mata".

La situación ha desbordado por completo a un país que ya de por sí arrastra los gravísimos desajustes de una guerra civil que se prolongó desde 1991 hasta 2002, con un balance de 50.000 a 75.000 muertos y dos millones de desplazados -un tercio de la población local-. Sierra Leona, además, lleva décadas ocupando un puesto privilegiado entre los estados más pobres del mundo, según los informes de la ONU. La situación de caos derivada de la crisis del ébola acentúa, todavía más, uno de los problemas fundamentales del país: la precaria educación. "Es por eso que se creen cualquier rumor -admite la hermana Patricia-. Temen a los doctores porque piensan que son ellos los que los matan con una inyección; ahora recurren a los chamanes, a la medicina tradicional, para intentar curar cualquier enfermedad. Hace unas semanas, incluso, apedrearon a los empleados del MSF [centro hospitalario que recibe el nombre de sus fundadores, los voluntarios de Médicos sin Fronteras]. Lo que hace falta es que las grandes organizaciones sanitarias trabajen cuanto antes en el lugar".

La hermana Elisa Padilla es la superiora
de las Misioneras Clarisas en Sierra
Leona. (Foto: Araluce)
Las noticias de lo que ocurre en Sierra Leona, Liberia y Guinea -los países más afectados por el ébola- llegan con cuentagotas. El foco informativo se ha trasladado, como es frecuente en este tipo de crisis, a Occidente, atendiendo a los posibles casos de infección registrados en nuestra proximidad. Mientras tanto, allí, muchos tienen la sensación de estar luchando contra un muro infranqueable. "Los epicentros como son Kenema y Kailahun están por ahora en cuarentena. Solamente tiene acceso el personal médico", explica la hermana Elisa Padilla, superiora de la congregación de las Misioneras Clarisas en Sierra Leona, a través de un correo electrónico que envió a sus allegados. "Hay muchas teorías. Algunos dicen que es un virus creado por Estados Unidos para disminuir la población de África en un 90%. Otros hablan de experimentos que países del primer mundo están haciendo con la gente...".


José Luis Garayoa, de 61 años, lleva nueve
como misionero en Sierra Leona. (Foto: Araluce)
Aunque buena parte de los médicos han abandonado el país, todavía existe un puñado de personas que, aun teniendo la posibilidad de marcharse, continúan proyectando su vocación de servicio en algunas de las regiones más afectadas de Sierra Leona. José Luis Garayoa, misionero navarro de la Orden de Agustinos Recoletos, es uno de ellos. "Están cerrando los hospitales. Ha habido muchas infecciones del personal médico, han muerto y la gente tiene miedo", cuenta el religioso en una entrevista emitida recientemente por la CNN. "El otro día fui al hospital de Makeni y los doctores tan solo tienen cinco trajes desechables, que usan una y otra vez para tratar con los enfermos de ébola". "Pero estoy tranquilo -añadía-. Mi razón para estar aquí es que, desde la fe, creo en el proyecto de servicio". 




martes, 11 de marzo de 2014

Mi abuela sopló las velas

Siempre, o casi siempre, huyo de las historias contadas en primera persona. Probablemente, porque entiendo que el autor, en un arrebato de ego, se ha puesto a sí mismo como actor principal cuando, en realidad, deberían ser otros —aquellos sobre quiénes escribe— los protagonistas de esas líneas. O también porque, al narrar algo desde la perspectiva personal, la realidad puede aparecer distorsionada, ofreciendo al lector una versión medianamente verdadera de lo sucedido. Pero es cierto que, en ciertas ocasiones, escribir tiene un efecto balsámico: sirve para dar salida a una inquietud interior que, de otra forma, no tendría cura posible. Esa certeza es la que me ha llevado a publicar un relato que no había escrito para nadie más que para mí. También es complicado hablar sobre lo ocurrido en Madrid el 11 de marzo de 2004. Esta entrada no es más que una gota minúscula en el inmenso océano compuesto por todos los artículos, crónicas, reportajes, columnas… que se han escrito sobre ese fatídico día. Así que, ¿qué puedo aportar con estas líneas? Nada. Rotundamente, nada. El objetivo perseguido es el de aliviar el alma.

Entonces tenía 16 años. Era jueves y, a las ocho de la mañana, sonó el despertador. Todavía más dormido que despierto, me dirigí a la ducha. A mitad de camino escuché la radio que mi madre había encendido en la cocina. La información era confusa y espesa: atentado, explosiones, Atocha, un tren… ¿muertos? Se intuía. Lo que sí sabía es que iba a ser un día negro. Cada vez que había un asesinato, cada vez que un terrorista mataba a alguien, con un arma en una mano y un puñado de argumentos sin razón en la otra, las paredes de casa se teñían de luto recordando lo que había ocurrido el 4 de octubre de 1976, cuando nos arrebataron a mi abuelo Juan Mari en San Sebastián. Nunca llegué a conocerle. Desayunamos en silencio, mi padre, mi madre y yo. Preparé la mochila y me despedí de ellos: “Recuerda que hoy es el cumpleaños de la abuela”, me dijeron.  

Los profesores del colegio —Nuestra Señora del Pilar— habían decidido, de forma acertada, no interrumpir las clases. Ese día en las aulas no se impartieron Matemáticas, Lengua o Historia, pero sí se reflexionó mucho, se debatió y se arropó a aquellos compañeros que no lograban contactar con sus seres queridos: la red estaba saturada y era imposible comunicar. Se respiraba tensión. Un escalofrío permanente, de hielo, nos iba consumiendo a medida que aumentaba la cifra de víctimas. Tragábamos, respirábamos y proseguíamos con el debate. ¿ETA o Al Qaeda? Lo mismo daba. Pero de algún modo queríamos solidarizarnos con las víctimas y hacer nuestro su dolor. Con ese espíritu, y de forma casi espontánea, hicimos una sentada en el patio y rezamos. Rezamos por todos aquellos que habían perdido a un ser querido, para que no cayeran en la desesperación; y también por todos los policías, bomberos, médicos, enfermeros, psicólogos… a los que les tocaba abrirse paso en las profundidades del infierno para aliviar lo inconsolable. Me acordé de mi hermano, voluntario del SAMUR, y en todo lo que tendría que ver. ¿Sería fuerte para asumirlo? Seguro que sí. También pensé en mi abuela, quien sentía cada una de esas muertes como propias, recordando a su marido, mi abuelo, ausente desde hacía 28 años. Y en mi familia. Con esa edad empezaba a comprender todo lo que habían tenido que luchar y sufrir desde 1976.

Al salir del colegio fui directamente a la calle Lagasca, donde vivía mi abuela. Cumplía 84 años y todos —tíos y primos— queríamos estar con ella en el que, probablemente, sería el cumpleaños más duro de toda su vida. Esperaba encontrarla abatida y sumida en el dolor, pero ella ya había aprendido a llevar el luto por dentro para que sus hijos, y ahora sus nietos, viésemos que hay vida más allá de la muerte, que la esperanza puede más que la desesperación. Armándose de todo ese valor, cogió aire y sopló las velas de su tarta, a la vez que encendía una luz pequeña, pero fuerte, dentro de cada uno de nosotros.

Mis abuelos, Juan Mari y Maite. Foto extraída del artículo 'Maite Letamendía Goitia, no dejó anidar el odio en su corazón', de Ramón Pérez Maura (ABC, 25 nov 2006).


jueves, 30 de enero de 2014

Sierra Leona en blanco y negro (III)

"Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan". Antoine de Saint-Exupery.

Un grupo de niños sale corriendo al encuentro de la cámara en una escuela de Milla 91.

Una actuación de magia deja a los espectadores con la boca abierta.

Desde muy pequeños, los niños se visten de gala para asistir a la misa de los domingos.

En la guardería de Milla 91, las lecciones se aprenden cantando.

Los niños se encargan de buena parte de las tareas del hogar. Entre ellas, ir a buscar agua al pozo o a la fuente.

El mercado es el punto de encuentro habitual entre las mujeres que no trabajan el campo. Muchas de ellas llevan consigo a sus hijos.

"¡Snap me!", gritan los niños de Milla 91 para pedir que se les fotografíe.

Para entrar en clase, en la escuela de verano de la clínica Virgen de Guadalupe, es necesario ser puntual. Estas alumnas, rezagadas, miran a través de las rendijas pidiendo que se les deje acceder. Aprender correctamente a leer y escribir es un privilegio al alcance de muy pocos.

Las niñas de esta aldea, de apenas un centenar de habitantes y a una hora de la villa más cercana, posan presumidas para la fotografía.

Aunque muy pocos compren, quizá un pescado o algo de arroz, el mercado es el punto de encuentro para mujeres y niños.

Un bebé es atendido en el hospital de Mabesseneh, uno de los mejores centros de toda Sierra Leona.

Dos niñas acompañan a su hermano, enfermo, en el hospital de Mabesseneh.

Para muchos niños, el momento más esperado del año coincide con el mes de julio y la puesta en marcha de la escuela de verano, en la clínica Virgen de Guadalupe. En ella no sólo se divierten y aprenden: en muchos casos, sirve para dejar por unas horas sus herramientas de trabajo, con las que ayudan como buenamente pueden a sus familias.

Para muchas madres de Milla 91, la llegada de las Misioneras Clarisas a este rincón devastado por la pobreza ha supuesto un rayo de esperanza para mantener con vida a sus hijos.

Más fotos de Sierra Leona en blanco y negro, aquí y aquí.


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lunes, 13 de enero de 2014

Henry, la batalla por una sonrisa

La historia de Henry podría haber sido la de cualquier otro niño de Sierra Leona, uno de los rincones más pobres del planeta: nacido en el seno de una familia que nunca existió como tal, el pequeño de ocho años arrastraba su existencia por las calles de Lunsar, aquejado de una enfermedad a la que ningún médico del país había encontrado solución. En julio de 2013, un grupo de voluntarios españoles se cruzó en su camino y se puso en marcha una cadena de solidaridad que le ha devuelto la sonrisa y que, si todo va bien, terminará con la infección que carcomía su cuerpo.
«Cuando no se puede obtener ninguna reacción de un niño de seis o siete años, hay algo que no marcha en absoluto».
En el documental Miguel, sobre el terreno hay una secuencia que el periodista y corresponsal de guerra Miguel Gil Moreno de Mora grabó en Bar el-Gazar, Sudán, en 1998. El país estaba sumido en una terrible hambruna. En la imagen, una niña camina con un bebé en brazos, tan débil que casi se diría que le pesan los huesos. El paso firme de la niña es suficiente para zarandear sus piernas. Cuenta en ese documental la entonces fotógrafa de Associated Press Corinne Dufka que, a menudo, Miguel dejaba la cámara a un lado e intentaba sacar la vida que había dentro de aquellos niños moribundos: les dedicaba muecas, intentaba hacerles reír… Unas veces con éxito y otras, no. Un día le dijo a la fotógrafa: «Cuando no se puede obtener ninguna reacción de un niño de seis o siete años, hay algo que no marcha en absoluto. Hay algo que ha fallado rotundamente». Hasta hace ocho meses, Henry Kamara era uno de esos niños: parecía imposible arrancarle una sonrisa. 
Henry nació el 14 de octubre de 2004 ese pequeño rincón de África Occidental al que los conquistadores portugueses tuvieron a bien llamar Sierra Leona. Dos años y medio antes, en enero de 2002, se habían firmado los acuerdos de paz con los que concluyó la guerra civil que había desangrado el país durante una década. Henry llegó al mundo cuando Sierra Leona estaba renaciendo de sus cenizas. El país arrastraba los traumas que había provocado el conflicto y que, más allá de estadísticas desoladoras, tenía su reflejo en personas con nombres y apellidos. Una de ellas era Margaret Bai, una niña de doce años. La pequeña fue víctima de una violación a principios de 2004. Nueve meses después dio a luz a Henry

Margaret Bai sólo tenía trece años cuando dio a luz a Henry.
La hermana Elisa Padilla, superiora de las Misioneras Clarisas en Sierra Leona, conoció casi desde el principio la historia. La religiosa había aterrizado en el país por primera vez en 1990, poco antes de que empezara la guerra. En 1999, cuando los misioneros se convirtieron en objetivo de los rebeldes, la congregación en pleno abandonó esa tierra. Regresaron en septiembre de 2002 y la hermana Elisa se puso al frente de un colegio femenino en Lunsar, una de las principales localidades del país.Margaret y su madre, Henrieta, acudieron a la misionera cuando supieron que la primera estaba embarazada.  
Henry guarda celosamente una foto que da testimonio de aquellos meses: en ella aparece una niña con el pelo recogido por un pañuelo, sentada en la cama de un hospital con un recién nacido en brazos. A priori, nadie diría que es su madre. Ella, al parecer, tampoco fue capaz de asimilarlo. Los esfuerzos de la hermana Elisa para que continuara sus estudios no bastaron  para que Margaret superara el trauma de la violación. La abuela, Henrieta, se hizo entonces cargo de Henry. La religiosa le define como sumamente inteligente y observador. «Juega y se divierte danzando y con el fútbol», añade. Fue en uno de esos partidos, cuando Henry tenía siete años, donde comenzaron los problemas. 

Henry sufría una grave infección en su pierna izquierda que se había extendido por varios puntos de su cuerpo. 
Las explicaciones del niño al llegar a casa fueron confusas: según contó, estaba jugando al fútbol en el colegio cuando sintió que alguien lo había empujado. Al mirar atrás, no vio a nadie, pero lo único cierto fue que el dolor le impedía caminar. Henrieta comenzó entonces un peregrinaje por varios centros sanitarios y por «doctores nativos» que utilizaban la medicina natural. Ninguno acertó a darle un tratamiento: las complicaciones de la fractura y las limitaciones de un país con apenas doscientos médicos —sesenta veces menos de lo que necesita una población de seis millones de habitantes, según Naciones Unidas— hicieron el resto. 
Quienes trataron a Henry fueron conscientes de que su fémur no sólo estaba roto, sino que estaba infectado, y en una maniobra desesperada le hicieron tres incisiones en el muslo para que el pus supurara. El niño empeoraba por momentos: caminaba asido a una estaca de madera, arrastrando la pierna rota, llevando un pañuelo con el que limpiar sus heridas y soportando un dolor difícilmente medible. Con ese aspecto —serio, con la piel brillante, con sus labios gruesos acostumbrados al silencio y sus ojos grandes, como si ya hubieran visto muchas cosas— Henry cruzó la puerta de la misión de las clarisas en Lunsar el pasado 14 de julio. 
La hermana Elisa Padilla incluyó en el equipaje de Henry varias fotos de su infancia. 
El primer eslabón de la cadena
«You are not gonna cry» («No vas a llorar»), le dijo sor Elisa a Henry cuando se despidieron. La religiosa creía que el niño estaba llamado a hacer algo grande por Sierra Leona. Con esa convicción se lo entregó a un grupo de voluntarios españoles que durante el mes de julio se hospedaron  en Milla 91, el pueblo donde las hermanas gestionan la clínica Virgen de Guadalupe, que atiende a una población de unos quince mil habitantes. Entre los voluntarios había varios médicos y quizá alguno de ellos podía encontrar la luz al final del túnel. «You won’t cry» («No llorarás»), le dijo a Henry.
Vestido con una equipación del F.C. Barcelona que lleva el dorsal de Andrés Iniesta, sin más equipaje que su bastón y su pañuelo, el pequeño se acomodó en la furgoneta. Era noche cerrada cuando el vehículo alcanzó Milla 91. «Era un niño perdido, asustado y triste», recuerda Marta Alústiza, estudiante de 3º de Medicina en la Universidad de Navarra. Henry, todavía amodorrado y nervioso por ocupar el centro de atención de una veintena de desconocidos, parecía recordar la promesa que le había hecho a la hermana Elisa unas horas antes y se esforzaba por contener las lágrimas. Olga Ramírez, pediatra en el centro de salud Collado Villalba (Madrid) y también voluntaria, fue la primera que lo examinó: «La hermana Patricia dice que cuando llegan niños así de enfermos a la clínica, duran como mucho una semana. Seguramente ni una intervención quirúrgica podría salvar su vida». La noticia supuso un mazazo para los voluntarios. En los días posteriores se volcaron con él y trataron de arrancarle una sonrisa con juegos, trucos de magia, chucherías y todo tipo de atenciones, pero el rostro del pequeño permanecía inmutable. 
Marta Alústiza comprendió que en  las dos semanas que le restaban en Sierra Leona debía permanecer junto a Henry y hacer que se sintiera querido. Durante ese tiempo las noticias no hacían más que empeorar: una radiografía mostró que la osteomelitis, la infección que le carcomía el fémur, se había extendido también hasta la cadera y que muy pronto lo haría hasta la sangre. En ese punto ya nada salvaría su vida. Con ese pronóstico, Txema Alústiza, el padre de Marta, radiólogo y también voluntario, regresó a España. Probablemente fuera la dedicación con la que su hija había atendido a Henry, o quizá la lucha callada del niño por sobrevivir, lo que sacudió la conciencia de este médico. Él no estaba dispuesto a abandonarlo a su suerte.

La amistad que entablaron Henry y Marta Alústiza empujó a su padre, Txema, a buscar una solución para el niño.

En busca de una solución 
A su llegada a España el 21 de julio, el doctor Alústiza comenzó una carrera contrarreloj para salvar a un niño cuya vida se extinguía. Txema planteó el caso en su hospital de San Sebastián, y los médicos señalaron que no había otra posibilidad que la amputación. Era 24 de julio. ˆMe acordé entonces de que Nina García, una empleada de la limpieza que trabajaba en el tercer piso, colaboraba con una ONG que traía niños de África para tratarlos aquí —recuerda el doctor—. Así que fui a buscarla». 
Mientras subía los pisos, Txema recordó que era pleno verano, que quizá aquella mujer estaba de vacaciones o que tendría otro turno de trabajo. Pero no: allí estaba. «No hay problema —le dijo ella—. La ONG se llama Tierra de Hombres. Te doy el número del responsable en Bilbao, Alfonso Roncero”. A las once de la mañana, Txema le telefoneó y le contó la historia de Henry. Por segunda vez en pocas horas, recibió un sí como respuesta. 
El responsable de la ONG contactó con la persona que podría tener una solución: Mikel Sánchez, director médico y responsable de Traumatología del Hospital Quirón de Vitoria. Su experiencia le había granjeado titulares de prensa como «El mago de las rodillas». En su haber conservaba una ilustre lista de pacientes, que incluía al tenista Rafa Nadal y al rey Juan Carlos I. Aquella misma tarde recibió en su correo electrónico el informe médico de Henry
«Me llegaron unas radiografías de escasa calidad, pero ya se veía que era un problema francamente complicado», recuerda el doctor Sánchez. Enseguida pensó en quiénes podían ser los «magos”»en esta ocasión: Gorka Knörr y Francisco Delgado, especialistas en microcirugía en el Hospital Universitario de Toulouse. Los tres se reunieron el 30 de julio. Esa tarde, Txema Alústiza recibió la respuesta de Mikel Sánchez: «Lo tienen muy claro: no hay que amputar, hay que injertar el peroné en el fémur. Dicen que lo operan». 
A pesar del grave estado en el que se encontraba Henry, el doctor Sánchez encontró una solución para salvar su pierna.
Txema no salía de su asombro: «Tierra de Hombres, con central en Lausana (Suiza), se encargaría de todo: voluntarios de acompañamiento veinticuatro horas al día durante el ingreso y una familia de acogida cuando le dieran el alta. El Hospital Quirón asumiría el coste de la hospitalización, y el equipo médico de Mikel Sánchez, junto con los cirujanos venidos de Toulouse, pagaría el material. Todo en bandeja en cuatro días. Alucinante». 

La odisea diplomática 

Sólo quedaba un trámite, y no precisamente menor: traer a Henry a España, gestión que debían realizar las Misioneras Clarisas. La hermana Elisa, al tanto de todas las gestiones desde Sierra Leona, y convencida ya de que «el milagro de tratar a Henry en España era posible», pronunció otra de las frases clave en la aventura del pequeño: «Hay una voluntaria española, Isabel Villaizán, que regresa a España el 22 de agosto. Si conseguimos el visado a tiempo, podría volar con ella». 
Los trámites burocráticos, sin embargo, presentaban una complejidad casi insalvable. Pero Beatriz Alústiza, la hija mayor de Txema, recordó entonces que una de sus amigas era la hija del embajador de España en Sudáfrica, Juan Sell, que se mostró dispuestísimo a colaborar. Gracias a ese contacto, el papeleo se resolvió en pocas horas y Henry consiguió el visado para salir de Sierra Leona. Su madre, Margaret, que hoy tiene veintiún años y a quien no resultó fácil localizar, firmó una carta en la que asumía el riesgo de la operación. Mientras tanto, las misioneras preparaban al niño para amortiguar el impacto que suponía salir del décimo país más pobre del mundo, subir en un extraño aparato que surcaría el cielo y aterrizar en España, cuya única referencia en su cabeza era su camiseta del F. C. Barcelona. Le compraron «revistas con aviones» y le enseñaron «buenos modales». «Le explicamos que tenía que ser muy fuerte porque iba a pasar mucho dolor, pero que regresaría caminando», cuenta la hermana Elisa desde Sierra Leona. 

Vuelo a España
Su compañera de viaje fue Isabel Villaizán, economista que hoy trabaja en una promotora urbanística en Madrid. Un día la hermana Elisa le preguntó: «¿Te llevarías a Henry a España?». Isabel aceptó la misión. «Tú has venido hasta aquí para llevarte a este niño en un avión», agregó la religiosa sonriendo. 
Isabel y Henry se conocieron la víspera del viaje. «Lo vi comiendo, sentado en una silla de ruedas con la que no alcanzaba bien la mesa. Se le veía desvalido, pero era un angelito». La madre y la abuela del niño le entregaron a la hermana Elisa una maleta con algo de ropa y unas fotos de familia. «Después se marcharon, no sé si llegaron a despedirse de él», explica Isabel
Las posibilidades de supervivencia de Henry en Sierra Leona eran nulas: no había tratamiento posible.
Ya en el aeropuerto, el niño iba vestido con un uniforme escolar y, colgando del cuello, llevaba un rosario y una imagen de María Inés Teresa, fundadora de las Misioneras Clarisas. La despedida con la hermana Elisa fue fugaz: «No siempre salen las palabras deseadas. Simplemente lo abracé fuerte. Él entendió el resto». Instantes después, los voluntarios enfilaban la pasarela de acceso al avión.Henry, en brazos de Isabel, contemplaba las dimensiones de los aviones que despegaban en la pista cuando surgió el primer contratiempo. «Los trabajadores de Brussels Airlines me dijeron que no se hacían cargo del niño si no subía por su propio pie», explica Isabel. «No podía decirles lo que de verdad le pasaba a Henry, porque nos hubieran puesto muchas más pegas para acceder». Pero el pequeño puso todo su empeño en subir cada escalón hasta alcanzar la cabina. 
Una vez en su asiento, Henry recordó las indicaciones que le había dado la hermana Elisa: «Ponte el cinturón de seguridad y métete un caramelo en la boca, así no se te taponarán los oídos». Instantes después sobrevolaban el continente africano. Unas horas más tarde aterrizaron en Bruselas. Allí comenzó la pesadilla de Isabel: «Estaba sola con Henry en un pasillo oscuro del aeropuerto, esperando una silla de ruedas. La espera se me hizo eterna y, cuando por fin teníamos la silla, fuimos hasta los controles de seguridad. Nadie me había dicho que me iban a hacer un pequeño interrogatorio sobre la situación del niño. Dudé incluso de si íbamos a pasar el control, pero finalmente nos dejaron acceder a la puerta de embarque». 
Los nervios consumían a Henry, que, agotado, no paraba de preguntar si habían llegado a España. «Me acerqué a una azafata y le pedí un favor: “Dile que estamos en España”». Henry empezó a aplaudir y se lanzó a la ventanilla, buscando a Txema y a Marta. Durante el resto del trayecto fue reuniendo las chocolatinas y refrescos que repartían a los pasajeros para regalárselos al doctor y su hija. Al llegar a Madrid, Isabel abandonó sus maletas y se lanzó con Henry al exterior. «Vimos un montón de globos y unas pancartas». Los recuerdos emocionan a la voluntaria: «Lo había pasado fatal y en ese momento me derrumbé, descargando toda la presión». Fue entonces cuando las palabras de la hermana Elisa cobraron sentido: «Lo tengo claro: fui a Sierra Leona por Henry».
Henry llegó al aeropuerto de Barajas el 22 de agosto. Allí lo esperaba la familia Alústiza, con quienes viviría en San Sebastián hasta su ingreso en el hospital.
Camino de San Sebastián
En la cabeza de Marta Alústiza se atropellaban las inquietudes desde que su padre le dio la noticia. Durante unas semanas Henry se alojaría en su casa de San Sebastián. Sus hermanos —Beatriz y Jon— y su madre —Elena Zavala— se habían contagiado del entusiasmo con que padre e hija les habían hablado del pequeño. El 22 de agosto se plantaron en el aeropuerto de Barajas. En cuanto vieron aparecer a Isabel y al niño,  echaron a correr. Las lágrimas de emoción de unos se entremezclaban con las de tensión acumulada que desbordaban a la voluntaria española. 
«Era otro niño», considera Marta, que se sorprendió al ver cómo cualquier cosa llenaba de alegría al pequeño. «En la ducha, al ver que podía regular la temperatura del agua, se puso a bailar. Los yogures le fascinaban. Pasaba horas viendo a niños jugar al tenis o escuchando música en el iPod. En el paseo de La Concha lo conocía todo el mundo: lo veían pasear en la silla de ruedas, tirada por el perro de unos primos. Parecía un coche de caballos», relata entre risas. Durante esas semanas, Jon Alústiza, de dieciséis años, se convirtió en el mejor amigo del pequeño. «¿Desde cuándo a Jon le gustan los niños?», se preguntaba su madre, Elena. El matrimonio no dudó en asumir la custodia legal de Henry mientras permaneciera en España.
El helado fue uno de los descubrimientos favoritos de Henry al desembarcar en San Sebastián.
El optimismo no ocultó que la operación era el verdadero propósito del viaje. Henry estaba muerto de miedo. Txema recuerda que un día lo llevó a su hospital para enseñarle cómo era la máquina en la que, al día siguiente, iban a hacerle un tac. Cuando vio el artilugio, el niño, que iba en brazos del médico, se agarró con fuerza alrededor de su cuello. «En ese momento pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca», confiesa Txema

La primera prueba
Los exámenes médicos a los que sometieron a Henry revelaron que su situación era más grave de lo previsto. El niño sufría una infección —técnicamente, una osteomelitis crónica multifocal hematógena— que afectaba a seis huesos: el fémur —el que estaba en peor estado—, los dos húmeros, un antebrazo, el otro fémur y una costilla. A ello se unía una anemia genética, común en países africanos, que favorece la aparición de trombos en los huesos. Ambas dolencias, unidas a una inmunidad baja y una mala nutrición —Henry pesaba veintiún kilos y acumulaba un retraso en el crecimiento de dos años— habían favorecido que la infección se extendiera. Pero, para los médicos, ya no había vuelta atrás: fuese como fuese, había que operar.
«En  cuanto me abrazó, pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca».
Henry entró en un quirófano del Hospital Quirón de Vitoria a las ocho de la mañana del 7 de septiembre. La operación duró doce horas. Participaron cinco cirujanos ortopédicos y once anestesistas y colaboradores. Cuando abrieron el fémur izquierdo, se dieron cuenta de que la osteomelitis había destruido también la cadera. Adoptaron entonces una solución provisional: le implantaron un fémur de cemento que retirarían en una segunda operación en la que se le trasplantaría el peroné. Mientras tanto, le trasfundieron un volumen de sangre superior al que tenía en todo su cuerpo. «Fue muy largo y complejo, pero todo salió a la perfección», explica Mikel Sánchez.
La noche y el día siguiente eran claves: los médicos no estaban seguros de que Henry soportara una cirugía tan agresiva. Varios miembros del equipo médico fueron testigos del momento en que el niño se despertó. «Abrió los ojos poquito a poco —recuerda el doctor Sánchez— y, cuando se dio cuenta de que habíamos terminado, me cogió la mano y nos dijo “Thank you” (“Gracias”)». 
El doctor Mikel Sánchez recuerda cómo, cuando Henry se despertó tras la primera operación, «abrió los ojos poquito a poco y nos dijo “Thank you”».

Una nueva familia 
«A este sí que me lo llevaría a casa». Cecilia Sebastián, de 42 años y auxiliar de enfermería del Hospital Quirón, no imaginaba que ese pensamiento que acababa de pronunciar en voz alta iba a convertirse en realidad. Era el 9 de agosto y, aquella noche, retomaba su trabajo después de pasar tres semanas de vacaciones junto a su marido, Javier Granados, de 43 años, y su hija, María, de diez. Henry, convaleciente, dormía en una de las habitaciones del hospital. «¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Porque no tiene familia de acogida», aseguró una de las voluntarias de Tierra de Hombres que acompañaba a Henry en la clínica. La auxiliar no lo dudó: «Claro que sí».
Durante dos días, Javier estuvo pensando en lo que suponía llevarse a Henry a su casa. Por fin, se sentó con su esposa y le habló en terminología ciclista: «Mira, Ceci —le dijo—, me estás pidiendo que suba el Tourmalet y no sé si voy a poder. ¿Por qué no hacemos una primera etapa en llano y me llevas a conocerlo?». Fueron al Hospital Quirón y a Javier apenas le hizo falta asomarse a la habitación y ver a Henry postrado en la cama. Embriagado por la emoción, se echó a llorar y abandonó la sala. «Adelante, Ceci. Nos lo llevamos». María, que ya llevaba varios días escuchando  hablar de Henry en casa, tampoco pudo contener las lágrimas al enterarse de la noticia, mientras se echaba en brazos de su madre.
Cecilia Sebastián, auxiliar en el Hospital Quirón, en Vitoria, su marido, Javier Granados, y su hija, María, se convirtieron en la familia de acogida de Henry.
Por fin llegó el día en que Henry recibió el alta. «¿Esta es tu casa?», le preguntó el niño a Cecilia al alcanzar el portal, en el barrio vitoriano de Lakua. «Sí, es mi casa», contestó ella. «Y… ¿mía también?». Aquella pregunta estremeció a la madre de acogida. «Sí, tuya también». Desde entonces, cada día supuso una nueva lección para Cecilia y Javier: «Lo más difícil son las curas porque, a veces, sin darnos cuenta, le hacemos daño. No grita, se queda tumbado y le salen un par de lágrimas que le recorren la carita, pero no dice nada. Cuando tiene un dolor muy fuerte, se pasa por la pierna el rosario que se trajo desde Sierra Leona». Javier tiene claro que ahora su prioridad es Henry, e incluso está dispuesto a reducirse la jornada laboral para atenderlo: «No es capaz de comer más de media bolsa de chucherías. Reserva la otra mitad para María. Por mucho cariño que le damos, no queremos que olvide de dónde viene y que volverá. Muchas veces le preguntamos por su abuela y sus amigos, y si nos los presentará si algún día vamos a verle a su país». 
El 19 de octubre, Henry se despidió de CeciliaJavier y María para afrontar su segunda prueba de fuego. La operación, dirigida por Gorka Knörr y Francisco Delgado, era una obra de ingeniería que solo se había realizado una vez en España y muy pocas en el mundo. Había que extirpar el peroné y todas sus arterias y venas, e implantarlo en el lugar del fémur para que creciese como el hueso original. Antes de comenzar, con el equipo médico al completo en el quirófano y Henry tumbado en la camilla, el niño volvió a sorprender a todos: «Levantó la mano y dijo: “Cinco minutos”. Se quedó calladito, con los ojos cerrados, reflexionando. Al cabo de un rato nos dijo: “Ya está”. Eso un niño tan pequeño no lo hace nunca. Nos quedamos impresionados», relata Mikel Sánchez. Cuando le colocaron la mascarilla para anestesiarlo, comenzó a respirar rápido, sabiendo que así se dormiría pronto. Trece horas después, abandonó la sala de operaciones. La intervención, otra vez, había sido un éxito. 
Henry se sometió a una operación pionera en la que se le trasplantó el peroné en el lugar del fémur.
Henry salió del quirófano con una estructura metálica externa con hierros incrustados a la altura de la rodilla y la cadera. Quedan por delante meses de rehabilitación hasta que el peroné se fortalezca lo suficiente para soportar su peso. El plazo es, al menos, de un año. «Tenemos que estar seguros de que todo funciona bien porque, una vez en Sierra Leona, va a ser muy difícil tratarlo», asegura Mikel Sánchez
La cadena de solidaridad que ha desatado Henry en los últimos meses sigue creciendo. Para la hermana Elisa, «Dios está poniendo a su alrededor todo lo que necesita para recuperar su salud. Espero verlo de vuelta y siguiendo una vida normal». Mientras Henry piensa que todos los eslabones de esa cadena —las misioneras, los médicos y las enfermeras, los cooperantes y su nueva familia— han contribuido a salvarlo, ellos están seguros de que ha sido el niño quien, en alguna medida, los ha salvado a ellos de olvidar algunas lecciones importantes. Todos, en un momento u otro del proceso, habían pronunciado las mismas palabras que el traumatólogo Mikel Sánchez: «Lo que yo he aprendido con Henry es que la gente es buena». 
La cadena de solidaridad que ha ido despertando Henry a su paso ha permitido que el niño recupere su sonrisa.




© Este reportaje ha sido publicado en el número 682 de la revista Nuestro Tiempo. Es posible descargar el reportaje en formato pdf aquí. Escrito junto a María Jiménez, autora del blog África en portada.