martes, 11 de marzo de 2014

Mi abuela sopló las velas

Siempre, o casi siempre, huyo de las historias contadas en primera persona. Probablemente, porque entiendo que el autor, en un arrebato de ego, se ha puesto a sí mismo como actor principal cuando, en realidad, deberían ser otros —aquellos sobre quiénes escribe— los protagonistas de esas líneas. O también porque, al narrar algo desde la perspectiva personal, la realidad puede aparecer distorsionada, ofreciendo al lector una versión medianamente verdadera de lo sucedido. Pero es cierto que, en ciertas ocasiones, escribir tiene un efecto balsámico: sirve para dar salida a una inquietud interior que, de otra forma, no tendría cura posible. Esa certeza es la que me ha llevado a publicar un relato que no había escrito para nadie más que para mí. También es complicado hablar sobre lo ocurrido en Madrid el 11 de marzo de 2004. Esta entrada no es más que una gota minúscula en el inmenso océano compuesto por todos los artículos, crónicas, reportajes, columnas… que se han escrito sobre ese fatídico día. Así que, ¿qué puedo aportar con estas líneas? Nada. Rotundamente, nada. El objetivo perseguido es el de aliviar el alma.

Entonces tenía 16 años. Era jueves y, a las ocho de la mañana, sonó el despertador. Todavía más dormido que despierto, me dirigí a la ducha. A mitad de camino escuché la radio que mi madre había encendido en la cocina. La información era confusa y espesa: atentado, explosiones, Atocha, un tren… ¿muertos? Se intuía. Lo que sí sabía es que iba a ser un día negro. Cada vez que había un asesinato, cada vez que un terrorista mataba a alguien, con un arma en una mano y un puñado de argumentos sin razón en la otra, las paredes de casa se teñían de luto recordando lo que había ocurrido el 4 de octubre de 1976, cuando nos arrebataron a mi abuelo Juan Mari en San Sebastián. Nunca llegué a conocerle. Desayunamos en silencio, mi padre, mi madre y yo. Preparé la mochila y me despedí de ellos: “Recuerda que hoy es el cumpleaños de la abuela”, me dijeron.  

Los profesores del colegio —Nuestra Señora del Pilar— habían decidido, de forma acertada, no interrumpir las clases. Ese día en las aulas no se impartieron Matemáticas, Lengua o Historia, pero sí se reflexionó mucho, se debatió y se arropó a aquellos compañeros que no lograban contactar con sus seres queridos: la red estaba saturada y era imposible comunicar. Se respiraba tensión. Un escalofrío permanente, de hielo, nos iba consumiendo a medida que aumentaba la cifra de víctimas. Tragábamos, respirábamos y proseguíamos con el debate. ¿ETA o Al Qaeda? Lo mismo daba. Pero de algún modo queríamos solidarizarnos con las víctimas y hacer nuestro su dolor. Con ese espíritu, y de forma casi espontánea, hicimos una sentada en el patio y rezamos. Rezamos por todos aquellos que habían perdido a un ser querido, para que no cayeran en la desesperación; y también por todos los policías, bomberos, médicos, enfermeros, psicólogos… a los que les tocaba abrirse paso en las profundidades del infierno para aliviar lo inconsolable. Me acordé de mi hermano, voluntario del SAMUR, y en todo lo que tendría que ver. ¿Sería fuerte para asumirlo? Seguro que sí. También pensé en mi abuela, quien sentía cada una de esas muertes como propias, recordando a su marido, mi abuelo, ausente desde hacía 28 años. Y en mi familia. Con esa edad empezaba a comprender todo lo que habían tenido que luchar y sufrir desde 1976.

Al salir del colegio fui directamente a la calle Lagasca, donde vivía mi abuela. Cumplía 84 años y todos —tíos y primos— queríamos estar con ella en el que, probablemente, sería el cumpleaños más duro de toda su vida. Esperaba encontrarla abatida y sumida en el dolor, pero ella ya había aprendido a llevar el luto por dentro para que sus hijos, y ahora sus nietos, viésemos que hay vida más allá de la muerte, que la esperanza puede más que la desesperación. Armándose de todo ese valor, cogió aire y sopló las velas de su tarta, a la vez que encendía una luz pequeña, pero fuerte, dentro de cada uno de nosotros.

Mis abuelos, Juan Mari y Maite. Foto extraída del artículo 'Maite Letamendía Goitia, no dejó anidar el odio en su corazón', de Ramón Pérez Maura (ABC, 25 nov 2006).


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